lunes, 14 de septiembre de 2015

Si algo me había caracterizado siempre era mi falta total de interés por absolutamente cualquier cosa que sucediese a mi alrededor. Cuando el psicoanalista intentaba indagar entre mis supuestos traumas infantiles para darle alguna explicación a los destrozos que hacía cada dos por tres jamás me creía cuando le decía, tranquila y sin alterarme demasiado, que no existía ningún motivo de carácter emocional para traficar con exámenes, tirarme a un tío en los baños del instituto o terminar en el hospital por fumar demasiada marihuana, sino que precisamente ése era el problema: la enorme indiferencia que me suscitaban todas aquellas cosas. Tampoco voy a mentir, me gustaba drogarme de vez en cuando, follar me parecía entretenido y lo de tener negocios ilegales en el instituto era una cuestión antropológica que no viene al caso, pero ninguna de esas trepidantes aventuras que para muchos otros supondrían una saga juvenil de tres libros y cuatro blockbusters millonarios para mí terminaban, como los mismos orgasmos, en una ilusión perdida y vacía con las últimas gotas de adrenalina producidas por el éxtasis. Y el enorme vacío que sentía internamente tras el momento cúspide lograba dejarme absolutamente desolada.
A menudo veía a mis compañeros ilusionarse por un concierto de su grupo favorito, un libro superventas, la última película del actor guapo de turno o algún partido de baloncesto. También se emocionaban por sacar buenas notas, o sonreían cuando alguien les gustaba y eran correspondidos. Te contaban con los ojos brillantes cómo habían sido sus últimas vacaciones, o hablaban enamorados del nuevo coche que habían adquirido por los maravillosos dieciséis. Mis compañeras se excitaban con la sola idea de su puesta de largo y, en general, todos estaban emocionadísimos por dejar el instituto y comenzar su vida universitaria, a la expectativa de grandes fiestas desenfrenadas y sexo salvaje en habitaciones residenciales. Yo, por mi parte, no le encontraba sentido a absolutamente nada, todo me resultaba igual de anodino e insustancial. Desde bien pequeña, las cosas carecían para mí de cualquier tipo de sentido, no le daba gran importancia a nada, ni siquiera a la gente.
No era incapaz de querer, los múltiples terapeutas pagados por mi madre en busca de alguna tara que pudiese internarme en cualquier centro para que ella pudiese librarse de mí y de paso hacerse la víctima descartaron automáticamente cualquier indicio de alguna patología asocial pero aun así no podía querer, sencillamente no me salía derrochar aquellos sentimientos que parecían tan fuertes en otras personas y en mí se esfumaban como si nunca hubiesen existido. Yo no estaba tarada, todos los profesionales me lo decían, pero por alguna razón era incapaz de desarrollar vínculos afectivos fuertes con la gente que me rodeaba. Podía caerme bien alguien e incluso cogerle algo de cariño, pero nunca se me hinchaba el pecho y notaba mariposas en el estómago cuando quería tirarme a un tío ni tampoco se me partía el alma en dos cuando sucedía alguna desgracia. Procesaba las cosas con frialdad y una excesiva racionalidad a ojos de muchos, aunque siempre pensé que sencillamente no me iban los dramas.
La primera persona que comprendió lo que me pasaba, o que al menos no me echó en cara ser una auténtica cafre con hielo en las venas, fue el señor Duhon. Aquel hombre vivía en una cabaña repleta de goteras a las afueras del pueblo, con un suelo abierto por el que se colaban ratas para emborracharse con las latas de cerveza que servían de alfombra para su cochambrosa morada y un fregadero repleto de moho y cucarachas atrapadas en los restos de comida pegajosa. Lo único que cuidaba realmente eran los rifles que tenía expuestos en la pared del salón y apenas tenía un catre sin somier tirado de cualquier manera que debía contener en su interior varias enfermedades ya extintas en el mundo civilizado.
En Whistle Dust todo el mundo conocía al señor Duhon, o mejor dicho: le temían. Aquel tipo se pasaba la vida en el Earl's con toda la basura blanca del condado a la que desplumaba una vez por semana jugando al poker o mandaba al hospital tras alguna trifulca que siempre terminaba con sangre. Había llegado al pueblo procedente de Louisiana cuando tenía diecisiete años tras la muerte de su padre y aunque la custodia cayó sobre su abuela, él no llegó a Whistle Dust hasta tres años después, cuando le dejaron salir de la cárcel de Mobile. Cuando no estaba borracho o en la oficina del Sheriff se largaba una temporada a Louisiana para dedicarse a la caza, luego volvía con un fajo de billetes enorme que invertiría en putas, whisky y tabaco de mascar, mostrándose más impresentable que de costumbre.
Mis tías nunca tuvieron miedo del señor Duhon, por más que este intentase intimidarlas ellas no mostraban ningún tipo de interés en lo que tuviese que decir, y eso le reventaba los cojones. Miss June tampoco se mostró nunca afectada por los comentarios despectivos de aquel hombre y Arnette siempre ignoraba sus ofensas. El día en que conocí al señor Duhon yo no podía imaginar el papel tan importante que semejante despojo humano con alergia a la ducha representaría en la obra de mi vida.

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