lunes, 14 de septiembre de 2015

Mamá decía que la tía Joan era una radical medio comunista que se había largado a Nueva York para vivir del vicio rodeada de intelectuales marxistas adictos a los barbitúricos y al peyote. Por supuesto, Joan distaba mucho de ajustarse a las fantasías satanizadas de mi reaccionaria madre, pero para una miembro insigne de las Damas de América que se jactaba de pertenecer a la mejor familia de toda Georgia pensar que su prima era una depravada por simpatizar con la idea de igualdad social ya era suficientemente benévolo.
Lo cierto era que Joan se había marchado a estudiar Derecho en Columbia cuando tenía veinte años. Allí conoció al que sería su marido, Chuck, un futuro catedrático de Historia que terminaría impartiendo clases en Harvard, de carácter algo maniático y con la ligera costumbre de reírse hasta de la muerte aunque ella no estuviese de broma.
Joan había dedicado su vida entera a las mujeres. Tras graduarse con honores entró en un bufete hasta que pudo montarse su propio despacho, se especializó en divorcios y en violencia de género y enfocó su carrera en ayudar a toda mujer -raza, religión o ideología que fuese- a conseguir todo aquello que pidiese por la boca. Algo admirable, claro, aunque no por ello mi tía Joan dejaba de ser una abogada sin corazón capaz de hundir en la miseria a su contrincante. De carácrer teatrero y melodramática hasta la médula, Joan había adquirido fama no solo porque sus juicios perdidos pudiesen contarse con los dedos de una mano o porque fuese venerada hasta por las asociaciones feministas más radicales, sino porque cada juicio en el que se metía era portada de la prensa amarillista por los circos que armaba. Le encantaba el drama, era un modo de vida para ella.
Joan se había divorciado de su marido hacía tres o cuatro años, y a diferencia de sus clientes ella mantenía una relación envidiable con el padre de sus dos hijas. Chuck aparecía de vez en cuando por casa y nos contaba toda su vida con lujo de detalles, Joan le aconsejaba lo que debía hacer y mis primas, que eran dos pequeñas mentes malignas en potencia, se mofaban de su padre llamándolo inmaduro y le instaban a superar la incipiente crisis de la mediana edad que parecía estar hacechándole despiadadamente en forma de novias jóvenes o borracheras propias de la pubertad.
En el pueblo todos conocían a la tía Joan, era como una especie de enviada del más allá. La hija mayor del viejo Cox que había vuelto a Alabama después de veinte años hecha una especie de heroína popular para esos estirados del Este. Algunos la admiraban, otros la temían y en general la odiaban. Pero si la tía Joan sudaba de algo era, precisamente, de las malas caras. Ella era demasiado guapa, según decía, para tentar a las arrugas por culpa de cuatro carcas.

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