lunes, 14 de septiembre de 2015

Cuando mamá conoció a Stuart McBride, de los McBride de Nueva Inglaterra, mi relación con ella ya era una mierda. Para ser sincera, no recuerdo una época de mi vida donde nuestro trato pasase de una frase o dos al día y alguna que otra bronca a lo largo del mes, todo ello debido a las notables discrepancias que teníamos en casi cualquier tema. Ya antes de mi problemática adolescencia había quedado claro que Miss Daisy y yo no nos íbamos a entender jamás, así que cuando apareció Mister Doe y mi escaso referente materno quedó reducido a los actos públicos en los que debíamos fingir que nos profesábamos algún tipo de afecto tampoco es que me influyese demasiado. El psicoanalista al que visitaba semanalmente estaba empeñado en que mi carácter combativo e irreverente se debía a un intento inconsciente por llamar la atención de mi madre ausente, pero cuando conoció a Miss Deisy se percató de que le estaba siendo sincera cuando decía que mi última pretensión en esta vida era tener que soportar más de media hora a esa mujer en una habitación
Miss Daisy estaba pletórica con la adquisición de su nuevo marido, que la catapultó de Atlanta a Nueva York con un mísero "sí quiero", pasando de miembro honorífico del club de las Damas de América a una de las figuras más activas en las altas esferas de Park Avenue. Lo único que cambió en su vida es que cuando dejó Georgia tuvo que abandonar también sus prejuicios racistas y sus comentarios homófobos porque para llegar a ser alguien en la ciudad de los rascacielos uno debía resultar políticamente correcto y no dar una mala imagen pública. Por lo demás, el casarse con un broker solo aumentó su nivel desproporcionado de frivolidad patológica y promovió un agrandamiento de su ya de por sí magnificado ego. A mí, por otra parte, me condenó a ser encerrada en un prestigioso colegio de pago al que solo asistían imbéciles y cuyas normas de conducta parecían sacadas de Guantánamo. Lo cierto es que fue bastante estúpido por mi parte comenzar a traficar con trabajos y exámenes porque como castigo a mi póstuma expulsión temporal Miss Daisy decidió internarme, jodiéndome considerablemente la vida.
Tampoco me lo tomé como algo personal, mi madre llevaba para entonces dieciséis años a la espera de tener una excusa para librarse de mí y yo, en mi ignorancia adolescente, le di razones de sobra para hacerlo. La próxima vez que Miss Daisy me abandonase a mí suerte sería después del accidente, pero entonces no se conformaría con tirarme en un internado antes de tomar un vuelo hacia no sé cuál balneario en Europa, sino que cancelaría todas mis cuentas corrientes y me deportaría a un pueblo en medio de Alabama. Pero esa ya es otra historia.

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