sábado, 21 de marzo de 2015

Las risas de los niños siempre suenan a hogar, a torrijas mal hechas y café desbordado, a gritos en las habitaciones y atascos en el baño. Pese a que ahora ya no sean cincuenta metros cuadrados, sino setecientos, las risas continúan sabiéndole a familia y eso es lo único capaz de borrar los recuerdos puntiagudos que se le clavan en la sien de repente, haciéndole sangrar en silencio mientras se apodera de él un dolor que ningún analgésico puede calmar. 

Todo ha cambiado tanto y de una forma tan vertiginosa que no se ha dado cuenta hasta ahora de lo cerca que está del precipicio, balanceándose mientras escucha emerger un rugido desde las profundidades del abismo, imaginándose esas fauces que alguna vez ha visto en su reflejo y tanto miedo han llegado a darle. Ha tenido que contener a la bestia que lo hizo triunfar, en una casa de setecientos metros no hay sitio para los animales salvajes, pero en sus momentos más bajos no la puede acallar. El aliento humeante le acaricia los oídos y con un susurro siseante y seductor le incita a destrozarlo todo sin piedad. Todavía hay peligro para los niños, todavía tiene muchas garras que sacar. 

-¿Cuándo vas a tener uno propio? 

Mira hacia su derecha, sujeta una botella de cerveza. Ella fue uno de los niños hace años, vivió esa transición entre los que fueron y los que son ahora, acaballo entre dos generaciones de las que él siempre se ha hecho cargo. Lo primero es la familia, los niños siempre serán lo más importante. 

Vuelve a mirarlos, tendidos todos en el sofá, hipnotizados por la enorme televisión de pantalla plana que ocupa todo el salón. Hubo un tiempo en que los niños no tenían más que una vieja carcasa que se estropeaba cada dos por tres y a la que había que moler a golpes para poder ver algo. Y ahora ahí están, reposando en un enorme salón que podría ser incluso más grande que viejo piso del bloque cobrizo. Cuánto ha llovido desde entonces, pero siguen habiendo niños y él debe trabajar por ellos. 

-No te quedes callado, te encantan los críos -ella ríe, suele molestarle su presencia. Hubo un tiempo en que la consideró un peligro, pero ahora ya es parte de la familia. Un miembro más del clan, una niña más a la que cuidar, aunque en este caso sea de forma un poco más disimulada-. Mira que soy cínica contigo, pero serías un padrazo. 

-Cuando me case, si eso. 

No suele ser reticente con este tema, él siempre ha soñado con despertarse algún día con las risas de unos niños que sean suyos. Y los quiere en plural, para que destrocen la casa como tantos otros habrían hecho antes que ellos y gritasen con los mismos pulmones que sus predecesores. Pero ahora no quiere hablar, ahora hablar de los niños que no tiene le trae recuerdos que despiertan a la bestia, y necesita calmarla porque nadie -ni él mismo- la puede controlar cuando se desata. 

-Pocas mujeres pueden aguantarme. 

Y con todas sus fuerzas hace un amago de sonrisa. Ella se queda satisfecha y vuelve al salón, sentándose en el sofá al lado del último niño que creció, ese que parece uno más pero que ya tiene barba y que siempre le produce un pinchazo de nostalgia. Veinticinco años, se lo dice a sí mismo muchas veces. Veinticinco ya. 

Cuánto ha llovido desde entonces. 

Cada vez son más y más, como los 101 Dálmatas que aparecen en la televisión. A cada año que pasa aumentan y aumentan. Eso es lo que hace de las casas un hogar, que cada vez haya más niños, que las risas vayan a más, que las peleas sean más fuertes y que al final nunca terminen mal. Que los baños estén cada vez más saturados y las habitaciones parezcan unas cuadras, la cocina ardiendo cada dos por tres y los perros y los gatos, las tortugas y los canarios para encerrar en un psiquiátrico porque no pueden soportar tanto caos alrededor. 

Las casas pueden hacerse más grandes y las cuentas corrientes tener más ceros, los trajes ajustar su talle y lucir marcas y la cara sufrir algún retoque favorecedor, los dientes se blanquean y los zapatos siempre se muestran relucientes pero al final del día, y pese a todo el orden que parece haber cobrado con los años su vida, lo único que desea es escuchar aquellas risas. La pelea de las diez de la noche, la televisión encendida de madrugada y los viajes al baño. Los jadeos en la habitación de al lado, la casa latiendo al son de las respiraciones de todos sus habitantes. 

Ahora los niños son solo invitados y él nota un vacío en la boca de su estómago. Se siente idiota al pensarlo y la bestia saca sus garras cuando recuerda, de pasada y queriendo evitarlo, que hace poco pensó que aumentaría la manada tarde o temprano. 

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