sábado, 28 de febrero de 2015

Me dijo una vez uno de esos corderos con piel de lobo a los que solía tentar y que nunca mordían del todo que yo iba buscando bestias salvajes porque nunca había vivido a la intemperie, que dese la granja en la que me había criado escuchaba la llamada de la selva y necesitaba tener algo que me recordase a las noches plagadas de aullidos que yo tanto añoraba. Que eso era una ilusión, me dijo, que ahora todo estaba lleno de carreteras, postes telefónicos y antenas para demostrar que lo salvaje se había extinguido para siempre y que pese a lo jodido que fuese aceptarlo, yo debía rendirme a la civilización.

No fue el único que me lo dijo en realidad, todos los que le siguieron también me soltaron el mismo discurso. Unos decían que las casetas para pájaros que parecen jaulas tienen en realidad un agujero para poder salir de vez en cuando, que no es malo tener un sitio fijo al que ir a dormir. Otros que mis ladridos podían curarse con una buena ración de pienso o que quizás no debía tener miedo a morder el anzuelo porque gracias a la boca también vive el pez. Ninguno de ellos estaba dispuesto a aceptar que yo no fuese capaz de habitar en una sola cueva o que tuviese la imperiosa necesidad de desgarrar con mis dientes a cualquier animalillo indefenso por puro salvajismo. Todos huían despavoridos al comprobar que mis colmillos no eran falsos o se llevaban las manos a la cabeza cuando veían las primeras señales de la rabia.

Supongo que eso es lo que me gustó de ti, que tú tenías más espuma en la boca que yo, que tus ojos siempre parecían el doble de rojos o tus mandíbulas mucho más fuertes. Que cuando yo mordía tu tirabas a matar y cuando intentabas atacarme a la yugular yo siempre sabía dónde clavarte las garras. Admito que eso era también lo que más detestaba, que te metieses en un terreno tan íntimo, en la libertad maligna del que controla el bosque y lo manipula a su merced, y juro que quería matarte para que te largases de mi territorio.

Hay algo de lo que no me di cuenta cuando empecé a encontrar tu sonrisa bonita o me percaté de que contigo era capaz de llorar de la risa, era algo que pasó tan desapercibido como que tu veneno había comenzado a converger con el mío en una sola poción fatal, algo imperceptible hasta ahora, cuando el bosque ha terminado por quemarse y tu y yo parecemos dos almas en pena con el oxígeno bajo mínimos. Ha sido de madrugada, justo antes de venir aquí y soltar toda esta mierda, mientras me comía a uno de tantos corderos a los que siempre he atacado pensando estúpidamente que necesitaba algo de calma en mi vida, que un caos como yo debía buscar algo que lo complementase. Quizás es que me haya vuelto loca después de tantos vaivenes, vete a saber, pero no puedo dejar de pensar que tú nunca me dijiste que no podía vivir de forma salvaje, ni me increpaste para que tuviese un hogar. Tú nunca temiste mis dientes, porque tenías unos más grandes ni tampoco te asustaba verme rabiar, porque podías hacerlo mejor aunque yo intentase hacerte quedar mal. Quizás fue eso lo que me gustó de ti, que mi egocentrismo te vio como un reflejo y cayó rendido por puro amor propio, y estoy segura de que eso fue lo que tú viste en mi. 

Así somos nosotros, dos bestias luchando por las ganas de ganar, adictos al dos de tres y a las perpetuas revanchas. A los dos nos echaron de nuestras manadas por monstruos y ambos hemos terminado aquí porque nadie más nos puede soportar, pero ninguno de los dos lucha para sacar lo mejor del otro, lo hacemos porque nos encanta lo peor de nosotros mismos. Son esas cosas que nos dejaron solos las que nos han unido, y quizás por ello debamos dejar a un lado el homicidio y buscar otro bosque juntos. Quién sabe oye, puede que al final esté equivocada y lo mismo nos matemos, pero al menos sabemos que los dos somos un par de lobos rabiosos sin pieles que puedan ocultarlos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario