martes, 2 de diciembre de 2014

Cogimos un coche y nos lanzamos a la aventura, no teníamos un destino y por eso mismo íbamos a huir, huyendo a cualquier parte escaparíamos del futuro y nos limitaríamos a consumir el presente como tantos otros cigarrillos que habíamos dejado caer en el salpicadero del coche, dejándolos solos esperando a la muerte. Nosotros éramos un poco como ellos, estábamos solos, conectados los unos con los otros por una misma naturaleza con un final en común. Pero fuimos tan felices, todavía recuerdo el hedor a whisky y las botellas de alcohol apilándose en el maletero como trofeos que nos daban la vida por quemar todas las etapas a punta de mechero. Sonaba esa canción triste que tanto nos gustaba y la cantábamos hasta quedarnos sin voz, jugando con nuestras cuerdas vocales que parecían tener un poder especial para recuperarse. Estábamos escapando de todo, dando esquinazo a los fantasmas que intentaban seguirnos para darnos caza y esquivando a los monstruos que hacían todo lo posible para lanzarse sobre nuestros cuellos en cada parada de servicio. Nunca me he reído tanto como entonces, jamás volveré a sonreír como antes, pero las esquinas de las viejas fotos amarillentas, esas que hacíamos con el pulso tembloroso y la última noche todavía repitiéndonos en el estómago son todo lo que necesito para saber que la libertad de verdad existe en este mundo, y nosotros pudimos probarla entre los moteles de carretera llenos de cucarachas y aquellos baches absurdos en medio de la carretera. 

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