domingo, 7 de septiembre de 2014

Luís recordó a su amiga Sofía, no a aquella mujer elegante de labios rojo Chanel y vestido negro Dior, sino a la adolescente que era su mejor amiga y su gran confidente dieciséis años atrás, cuando ella se había cortado el pelo como un chico después de que se le quemase media cabellera saltando una hoguera y cuando no tenía más dinero que cualquier otra persona en un barrio ni muy pijo ni muy pobre, situado en una buena zona de la ciudad, llena de familias recientemente aburguesadas que caían en los quiero y no puedo propios de ex obreros venidos un poco arriba.

Sí, Sofía era la reina del barrio. Ella había nacido para conquistar, ya fuese siendo una escuálida quinceañera con las piernas largas y un par de kilos de menos o una mujer adulta de cuerpo bien definido y ojos fríos como el hielo. Estaba escrito desde entonces, desde los pequeños hurtos en el garaje del Ferri y las peleas callejeras a la vuelta de la esquina. Desde la vez en que le puso un ojo morado a un tipo tan duro como Boix o desde el momento en que logró robar de aquel camión de reparto una caja entera de botellas de Negrita, que repartió entre sus allegados más queridos.

Ella siempre había tenido la capacidad de conquistar, de hablar y ser escuchada, de llegar y dejar a todo el mundo con la boca abierta. Sin vergüenza y con una inconsciencia que en más de una ocasión le había dado un buen susto, Sofía pisaba fuerte allá por dónde iba, con su extraña aura magnética atrayendo a todos los que tenían la suerte –o la desgracia– de cruzarse en su camino.

A Luís siempre le fascinó Sofía, como a tantas otras personas. No porque ya por aquel entonces, con las rodillas huesudas y los brazos escuálidos, ella fuese muy bonita, una adolescente realmente preciosa pese a su horrible vocabulario y su pelo a lo chico, sino por lo valiente que le resultaba. Era como si a Sofía no pudiese pararla ni una apisonadora. Siempre tenía la cabeza bien alta y se erguía inhiesta con un gesto arrogante y provocativo. No salía con chicos, pero se le daba bien utilizar sus recursos para embaucarlos y conseguir de ellos lo que quería, y causaba un respeto temeroso entre las chicas, que la veían como una especie de ser superior, alguien que pertenecía a su mismo género pero al mismo tiempo estaba a años luz de ellas.

Luís se preguntaba cómo lo conseguía, cómo podía ser siempre tan valiente y mantenerse tan serena. Incluso cuando la detuvieron en aquella pelea con el capullo ese de Leonardo Buenafuente. Hasta cuando la expulsaron dos semanas del colegio tras romperle la nariz a Cristina Sandoval. En todas las ocasiones, Sofía se mantenía erguida y segura de sí misma, con sus ojos azules chispeantes y una mueca irónica en el rostro. Sonriendo con orgullo, con arrogancia, sabiéndose mejor que todos ellos.

Sofía atraía incluso a los hombres jóvenes, que se sentían extasiados y dilataban sus miradas al ver aquel animal hermoso e indomable rondar cerca de ellos. El profesor aquel que tenían en Filosofía, Eduardo nosequé, siempre la observaba con ojos de depredador. Y Sofía lo sabía, al igual que tenía constancia de la expectación que creaba entre los padres de algunas de sus compañeras. Y no le molestaba, en absoluto, porque era perfectamente consciente del poder que tenía sobre los hombres, y ella les hacía conscientes a ellos de lo poco que le afectaban aquellas atenciones. Conocía la erótica del poder, ya desde bien joven, cuando a primera vista ella no estaba ni sexualizada, y la utilizaba en su favor como un juego de críos, como una aventura divertida.

Ella nunca tenía miedo a nada desde que, en una ocasión, durante los largos paseos en bici que se daba por la ciudad durante las noches insomnes, Sofía estuvo a punto de sufrir una agresión y logró zafarse sin problemas utilizando aquella navaja que le había regalado su padre, una herencia familiar que ella llevaría consigo el resto de su vida. Incluso cuando dejase de ser aquella adolescente de pelo a lo chico y mirada maliciosa para convertirse en la hermosa mujer adulta de ojos como témpanos de hielo y labios rígidos. Incluso si no le cabía dentro de los bolsos de mano que terminaría siempre utilizando para ir a cualquier sitio, ella nunca se desprendería de aquel objeto. La navaja de su padre, el mayor tesoro que poseía. Mucho más importante que todos los millones que iba a ganar o de las propiedades que tendría en el futuro.

Su padre la protegía, decía. La protegía con una hoja de acero inoxidable siempre afilada, siempre dispuesta a rajar de arriba abajo en defensa propia. Porque a Sofía nadie la tocaba, nadie le metía mano, nadie se acercaba demasiado a ella. Y si alguien cometía aquel error fatal, si alguien se daba ese lujo de invadir su espacio personal, entonces ella se vengaba con un buen puñetazo o un puntapié.

Luís se sentía afortunado de tener a una amiga como Sofía, de que su mejor amiga fuese Sofía. No estaba enamorado de ella, al menos no en el sentido más estricto de la palabra, pero todos los que querían a Sofía sentían algo por aquella chica, era imposible no hacerlo. Incluso la gente que decía odiarla se fascinaba al tratar con ella, era parte de su maldición, poseía un atractivo del que nadie podía quedar indiferente, cualidad que con los años había aprendido a controlar y utilizar a su antojo.

 Luís se sentía orgulloso de estar a su lado, siempre a su lado. Sofía le había salvado la vida, lo había sacado de aquel baño, medio lloroso y con las gafas rotas, lo había zarandeado para dejarlo luego tirado contra una pared y le había dicho: “Si no quieres llorar, haz que ellos lloren” Y Luís le había contestado, a sus tiernos catorce años llenos de insultos por no ser tan alto o tan fuerte como los otros chicos: “A mí no me gusta que la gente lo pase mal” Y Sofía se sintió tan conmovida –porque a ella siempre le había podido el corazón la gente buena, la gente buena de verdad– que decidió protegerlo a capa y espada. Nadie se metería nunca, jamás, con un amigo de Sofía Pomer, porque entonces la estarían atacando a ella y nadie deseaba firmar una sentencia de muerte de forma voluntaria.

Luís la recordaba así, con el pelo corto y revuelto, las piernas largas y finas asomando por sus pantalones cortos y las camisas anchas intentando ocultar un generoso busto pese a los esfuerzos de ella por disimularlo poniéndose sujetadores deportivos. Sofía la brava, la de la adolescencia ardiente e imprevisible como el fuego. La que era capaz de romper piernas por un amigo y jugarse la vida por una apuesta infantil. La que no sentía miedo por nada ni nadie, y siempre que iniciaba algo lo llevaba hasta el final. La trepamuros del San Judas, que un día cogió una cuerda muy larga de esas que se utilizaban para la comba, la ató a los hierros que habían colocados encima de la pared de cuatro metros del patio y trepó para escaparse. Esa Sofía, la que siempre reía divertida, maliciosa, tramando algún plan descabellado que de seguro llevaría a cabo, tuviese apoyo o no. La chica favorita del monseñor Lorenzo, que le perdonaba todas sus fechorías con un aire paternal y comprensivo. El deseo más oculto e inconfesable de algunos de sus más jóvenes docentes y el modelo admirado por todos sus compañeros. Esa era la Sofía que a Luís le gustaba recordar, a esa a la que llegaron a llamar La Reina del San Judas, apelativo que ella siempre decía despreciar pero en el fondo adoraba.

Lo adoraba, claro, porque Sofía siempre había sido una reina, y lo seguía siendo años más tarde. Con un trono de acciones en bolsa y no de botellas robadas, pero un trono a fin de cuentas. Sofía siempre sería, para Luís, la chica de las espinillas llenas de moratones y de los movimientos bruscos pero precisos, la que tenía una sonrisa perfecta sin necesidad de ortodoncia y pese a revolcarse por acá y por allá siempre estaba preciosa. La que veía mucho y se horrorizaba más, pero nunca perdía esa inocencia.


Y aunque tantos años más tarde pareciese que de aquella adolescente de amplia y arrogante sonrisa ya no quedaban más que los rasgos de un rostro hermoso de mujer, Luís podía ver a través de aquellas orbes tapiadas algunas rendijas en las que todavía, y a pesar de todo lo vivido, podían distinguirse esos destellos aniñados que él tanto había admirado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario