viernes, 29 de agosto de 2014

Aquel cilindro marrón era infumable, en qué mala hora se había comprado ese tipo de cigarrillos, con el papel hosco y arrugado y el tabaco más seco que la mojama, raspaba más la garganta que un cigarrillo de liar y él precisamente no fumaba de eso para no arruinarse la faringe. Era la última vez que compraba cigarros baratos. Le habían dicho que eran más sanos, menos productos químicos en todo, más natural en su conjunto. Comenzaba a pensar que lo natural era lo que peor sabía, y entendió un poco mejor por qué los anuncios de productos para el adelgazamiento se esforzaban tanto en demostrar que además de sanas las barritas de cereales también podían ser sabrosas. Dudaba bastante que eso fuese cierto, no había más que observar las pintas de aquellas hamburguesas hechas a base de tofu y vegetales para saber que lo saludable no era precisamente lo más apetecible. Menudo hipócrita estás hecho, pensó, tú, que deberías tener más cuidado que nadie con lo que comes porque estás podrido por dentro.

Sonrió con cinismo, algún día le daría algo y acabaría muerto. Monseñor Lorenzo siempre se lo decía, le repetía una y otra vez que se daba demasiados caprichos y se despreocupaba en exceso de su salud. Cuidado con eso, Diego, podrías tener una reacción alérgica. ¿Has controlado el nivel de azúcar? Mira que luego te pasa lo que te pasa... Pero qué horror, ya estaba harto. Durante años pensó que se acostumbraría a las pastillas, a los inhaladores y a la insulina, pero conforme se acercaba a los temidos cuarenta lo que antes eran rutinas asimiladas y seguidas casi de forma automática se le hacían ahora muy cuesta arriba, como si nunca antes hubiese tenido problemas de salud y acabase de caer enfermo de repente. Vivir así no era vivir bien, aunque todo el la vida merecía de cierto sacrificio para ser recompensado. Quizás era eso lo que esperaba Dios de él, que se dejase de tonterías y que empezase a vivir un poco. Como San Agustín de Hipona, que se dio al hedonismo hasta que alcanzó su madurez, aunque en su caso sería un poco lo contrario. Tampoco le apetecía comenzar ahora con una vida de libertinaje, la sola idea le producía náuseas.

Tiró el cigarro al suelo, no había ser humano que pudiese con ello. Estaba de mal humor, siempre le pasaba cuando se acercaba septiembre. Exámenes, quejas, críos maleducados reclamando notas y protestando por los horarios... Le esperaban tres trimestres de sufrimiento con aquellas bestias indomables y maleducadas, una pandilla de salvajes con las hormonas revolucionadas y los nervios disparados. Insolentes, prepotentes y blasfemos. Descreídos e incivilizados. Si no fuera porque su cuerpo era incapaz de soportar otra misión en algún país perdido de centroamérica hubiese renunciado mucho tiempo atrás a ejercer la docencia, pero el Señor le había puesto una cruz enorme sobre sus espaldas, algo que iba más allá de sus múltiples alergias, sus problemas de sueño y su maldita diabetes. Y él tenía que resignarse, qué remedio, así era como funcionaba la ley Santa, y él no era quién para desafiar los designios de Dios. 

Alzó la vista e hizo una mueca de disgusto al contemplar la fachada del edificio, los años ya pesaban sobre su paciencia, y a cada curso que llegaba sentía como si le sumasen dos kilos a la cruz que llevaba tras de sí. Peso y más peso sobre sus hombros, hastío y aburrimiento en su mente. Nunca había sido una persona entusiasta, jamás había llegado a un aula de buen humor, pero ahora directamente no le salía ni ser correcto, no le quedaban fuerzas. Monseñor Lorenzo le había propuesto trasladarlo a León, a la sede de la diócesis, donde podría trabajar en cuestiones burocráticas y no cara al público, pero Diego sentía que si se encerraba en un despacho administrando papeles moriría mucho antes que enseñando. Al menos con su trabajo actual se mantenía activo. 

Cuánta dejadez, cuánto pecado de pereza, se sentía totalmente ajeno a todo ya, le importaban muy pocas cosas y estaba menos dispuesto que nunca a dar su brazo a torcer. Con el claustro de profesores, por ejemplo, aquella manada de serpientes que no dudaban en destilar veneno cada vez que tenían ocasión, con las hienas insurrectas que habían hecho piña para intentar descolocar todo el plan de estudios respaldándose en causas nobles y justas que no se creían ni ellos. Quitar el bachillerato privado, pero quién se habían creído ellos que eran. ¿Para qué? ¿Para que además de soportar a mocosos supuestamente bien educados tuviesen que aceptar también a los animales sin domesticar del barrio? Malditos idealistas, eran una panda de imbéciles, seguro que de conseguir sus propósitos se arrepentirían a los dos años, cuando alguien les robase la cartera o montasen alguna pelea de gitanos en la puerta del colegio. Bachillerato público en el San Judas, habrase visto. 

Chasqueó la lengua, la idea de entrar ahí y enfrentarse a esa gentuza le creaba ardor de estómago. Nunca se había molestado en fingir simpatía por nadie y seguiría siendo así, tenía de su parte al AMPA del colegio, aquella horda de fanáticos más papistas que los propios religiosos y clasistas como buenos burgueses venidos arriba que eran. Estúpidos, mucho más necios que el claustro, pero perfectamente manipulables. Se preguntó entonces si aquel tipo de pensamientos no le costarían el infierno, o si Dios no le castigaba con todos aquellos achaques prematuros precisamente por tener un fondo tan cínico, pero luego recordó que todo lo bueno nunca es sabroso y lo que está lleno de basura suele sentarle muy bien al paladar. A veces se cuestionaba si realmente había nacido para predicar una fe de bien y no para servir a unas ideas moralmente cuestionables, luego se quitaba aquello rápidamente de la cabeza. Te haces mayor, Diego, te haces mayor y con la edad te está viniendo el escepticismo. 

Se rió al pensar aquello último. En realidad hacía muchos años que se sentía un tanto escéptico, también hacía muchos años que la cruz parecía ser más pesada de lo normal. Hacía demasiado tiempo que lo despreciaba todo y que le asqueaba cualquier cosa. Lo que no entendía era porque últimamente aquello había ido a más. Sería la subida del tabaco, que ahora ni tranquilo podía ya fumar. 


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