miércoles, 20 de agosto de 2014

Me habló de directores franceses que yo no conocía y de grupos de los sesenta que me sonaban a rancio. Me dijo ser fan de los Smiths y de Lana del Rey, y yo pensé que se dedicaba a escuchar alaridos de dolor, planes de suicidio en forma de composiciones musicales. También le iban grupos como Love of Lesbian y la Casa Azul, pensaba que en cualquier momento me diría que los Macintosh traían obsoletos a los Windows desde hacía años y que ella no podía pasar sin un capuccino al día como mínimo, pero no lo hizo. Tenía poca pasta para comprarse ordenadores tan caros y la cafeína le sentaba mal. Le ponía de los nervios, le creaba ansiedad. Me sentí un poco decepcionado por no poder recrear en mi cabeza la imagen de un hipster de libro, con camiseta de moustache y cara de asco existencial permanente. Tampoco me molestó, me alegraba de que no fuese una pseudo-intelectual de pacotilla, de esas que se ponían en el metro a leer libros aunque solo viajasen durante diez minutos. ¿Quién coño se pone a leer cuando solo tiene que estar sentado tres paradas? Me cabreaban muchísimo.

Me enfermó un poco, me hablaba de cosas que yo no entendía o que conocía vagamente pero tampoco sabía contextualizar en mi cerebro. Me hacía sentir un poco imbécil, tenía tres años menos que yo y parecía haber vivido como tres veces más. Bueno, no vivido, pero sí estudiado. Y yo terminé el instituto. A duras penas, sí, pero lo terminé. Y había estudiado un ciclo. Vale que ella estuviese en Historia del Arte y eso fuese cultura pura y dura, pero no me hablaba de cuadros. No mencionó el arte en toda la noche. Me habló de Nietzsche y de sus teorías sobre un hombre superior a todos los demás, y yo recordé haberlo estudiado en bachillerato y haber pensado que ese tío era un nazi cabrón. También me comentó que se había leído hacía poco un libro sobre Freud, y yo no supe como había gente capaz de hacer eso, yo ni siquiera me había terminado el coñazo ese de Los Juegos del Hambre, se me hacía demasiado pesado, y eso que a Verónica le encantaba la saga. 

Nunca me había sentido tan estúpido como me sentí aquella noche, ella hizo que tuviese vergüenza de mí mismo. No porque pareciese una enciclopedia, sino porque daba la sensación de que todo lo que decía era algo que yo tendría que saber por el mero hecho de habitar este mundo. Pero no lo sabía, me costaba mucho seguirle el hilo. 

Me pregunté varias veces si realmente yo era idiota, si tenía el cerebro en desuso, echado a perder. Y me cuestioné seriamente con qué tipo de chicas había estado saliendo. Pensé en Verónica, en su admiración por Green Day y en su preocupación extrema por los animales. A Verónica le importaban solo dos cosas, los animales y las fotos. Nada más. Verónica podía decirte cuales eran los tres últimos tomos de Bleach que habían salido al mercado, pero estoy seguro de que no tenía ni idea de quién ere Feuerbach. Yo tampoco lo conocía, la verdad, lo descubrí aquella noche. ¿Era Verónica estúpida? Desde luego al lado de aquella chica a la que acababa de conocer lo parecía. ¿Y si yo salía con gente estúpida, qué decía eso de mí? ¿Podía considerarme mejor que Verónica? En realidad no, Verónica era igual de inteligente que yo, así que si Verónica era estúpida entonces yo también lo era. 

Odié un poco a aquella chica por hacerme sentir un auténtico paleto. Yo, que a veces me reía de la gente de pueblo porque siempre he sido cosmopolita hasta la médula, ahora me sentía peor que un chabolista analfabeto. La odié muchísimo en realidad, durante mucho tiempo la estuve odiando. Aunque a veces era más fuerte el sentimiento de admiración y la fascinación que sentía que el propio odio. De repente me vi con catorce años y aquellos kilos de más que se me habían ido cuando di el estirón y me convertí en un espagueti andante. Me vi gordo, y con una piel que daba asco, hablando con mis cuatro amigos contados del último juego que había salido al mercado y de las ventajas de la PlayStation 2. Me vi sentado en aquella mesa durante la hora del recreo, en un multijugador con la Game Boy Advance SP, emocionado mientras, de reojo, miraba a las chicas de mi clase. No a las que nos observaban a nosotros o participaban en las competiciones de Mario Cars, no a las que leían a nuestro lado el último tomo del manga de moda. Me vi observando a las que estaban fuera, en el pasillo, con sus pendientes de perlas y sus flequillos. Con las miradas soberbias y las ortodoncias recién quitadas. Esas a las que rara vez les veías un grano en la cara. Algunas vestían de Tommy Hilfiger porque había que llevar algo de marca, otras se cagaban olímpicamente en ir como las barbies a las que odiaban, pero todas eran como entes superiores, como seres venidos de un lugar superior que no se juntaban con la escoria como nosotros. Ellas iban con los chavales de flequillo sobre los ojos, con los que llevaban rastas o con los que se vestían con todo tipo de pendientes. Cada cual con los suyos, despreciando a los de las otras, pero ninguna con nosotros. 

Me sentí así, como un niño de catorce años con amigos pero siempre apartado, como juré que nunca más me sentiría cuando salí de aquella mierda de sitio con veinte kilos menos, treinta centímetros más y varios contratos con Gamestores para probar videojuegos. Me sentí como creí que nunca más me sentiría tras ver a aquellas chicas que jugaban con nosotros convertidas en mujeres igual o más atractivas que las arpías que nunca nos miraban. Me sentí como una mierda al lado de una chica de esas que jamás me habría mirado, percatándome de que realmente eran superiores. No por las barbillas bien altas pasara lo que pasase, ni por la autoestima sólida en una edad a la que debe tambalearse, sino por algo que iba mucho más allá, una actitud elevada que ni yo ni aquellos con los que me relacionaba tendríamos nunca. Algo que no era un quiero y no puedo constante, algo que le salía totalmente natural. 

Ella era una de aquellas hembras alfa que yo siempre había despreciado y deseado al mismo tiempo, y ahora hablaba conmigo y yo no sabía qué decirle. No por timidez, ni por falta de seguridad, sino porque no pertenecíamos al mismo mundo. Igual que en el instituto, en la vida real también hay murallas insalvables entre las personas. Yo me había mantenido en un mundo apartado durante todo este tiempo, lleno de gente que me admiraba por cosas que a esa chica le parecían chiquilladas. Y aunque no me arrepentía del rumbo que llevaba mi vida, ni tenía intención de darle un cambio después de aquella noche, recordé lo dura que resulta la realidad cuando sales de un perfecto mundo virtual hecho a tu medida. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario