lunes, 29 de septiembre de 2014

He intentado plantear mi vida como una comedia dramática, como una de esas películas independientes que tanto le gustan a mamá porque le hacen olvidar un poco todo lo malo de este mundo sin renunciar totalmente a la realidad. Quizás cuento así las cosas con ese mismo propósito; puede que mi objetivo artístico sea ese: divertir a la gente sin dejarles escapar del todo. Hacer que se sumerjan en una realidad donde las desgracias también pueden hacernos reír a carcajadas por muy mal que estén las cosas. Un mundo en el que sí, todo es una puta mierda, pero es nuestra puta mierda favorita y después de todo no sabríamos vivir sin ella. ¿Pero hasta qué punto eso es bueno? ¿De verdad todo eso me ha beneficiado a lo largo de estas dos décadas? Quitarle hierro al asunto y ser todo lo cínico que se pueda es algo que te hace las cosas más llevaderas, pero a veces tengo miedo de no poder tomarme nada en serio, de tener delante de mis propias narices algo realmente importante y estar tan hecho a todo que ya no me afecte nada. Me han hecho daño muchas veces y he sabido evitar el escozor gracias a que siempre sé cómo hay que sacarle lo gracioso a todo, ¿pero y si algún día me río de la sombra equivocada? ¿y si pierdo el tren por una carcajada demasiado larga?

La lluvia cae, es primero de noviembre y el cielo está más triste que nunca en esta madrugada. Llevo casi veinticuatro horas sin dormir y he salido a pasear aunque sabía que acabaría calado hasta los huesos. He visto la ciudad desierta siendo duchada por un agua embarrada que no se deshará ni de las ilusiones rotas en el contenedor de vidrio, ni de las huellas de los que han salido para comerse la noche y la vida ha terminado por engullirlos a todos. Me he puesto a andar como alma que lleva el diablo escuchando los gritos de las chicas desesperadas porque este clima, qué cabrón, ha decidido correrles el maquillaje antes de que algún tipo con el corazón seco y la bragueta húmeda lo hiciese antes; mirando de soslayo a un grupo de amigos que bailaba en medio de la carretera con quién sabe cuántos chupitos de más y unas ganas de aferrarse a la juventud que casi me han hecho llorar, y he oído a un taxi pasar, solitario como el reo que se dirige a la silla eléctrica, soltando junto al humo del tubo de escape una canción de los Straits. 

Hace frío pero yo no llevo mucho abrigo, me gusta sentir cómo el viento corta mis labios, intentando ir un poco más allá pero sin conseguirlo. Era Brothers in Arms la canción del taxi, y yo me doy cuenta de que la voy silbando casi sin darme cuenta. Papá siempre la cantaba cuando era pequeño, entonaba esa triste melodía durante nuestros largos viajes hacia cualquier lugar lleno de hierba y bichos que yo tanto odiaba, me quejaba y le decía que detestaba el campo y él me llamaba rata de ciudad. Nunca le llevé la contraria, siempre tuvo razón: adoro los edificios altos y las avenidas vacías, me encantan los callejones estrechos con olor a meado y los bares que hacen caso omisa de las leyes y parecen no cerrar nunca. Soy un pez de río alquitranado enamorado de mi bosque de hierro, al igual que mi madre. Y mi padre, por más que se niegue a aceptarlo, también adora este paisaje negro que me gusta tanto. 

En noches como esta, cuando la risa quiere salir más que nunca pero la lluvia es tan fuerte que la echa un poco hacia abajo, me acuerdo de mis padres más que nunca y me pregunto por qué a veces la gente elige ser tan infeliz. Quizás por eso siempre me ha gustado reírme de todo aunque no tuviese ninguna gracia, puede que lo único que pretenda es no darle demasiada importancia a las cosas para no parecerme a ellos y joderme la vida por un grano de arena que se convirtió en el Everest. Quizás los seres humanos tengamos la horrible y asquerosa tendencia a buscarnos problemas para hacer así de nuestra vida algo más interesante, pero yo siempre he preferido la lluvia pacífica a las tormentas veraniegas. El aguacero de noviembre antes que el vendaval pasajero de agosto. Porque las catástrofes naturales, por mucho que nos exciten a veces, lo destrozan todo a su paso, y a veces no tenemos los recursos suficientes para recomponernos. 

Supongo que a mis padres les pasó un poco eso, se destrozaron el uno al otro mucho antes de que tuviesen las herramientas para arreglarse, y cuando crecieron y al fin pudieron adquirirlas entonces ya era demasiado tarde y los daños irreparables. 

Me gotea la visera de la gorra, estoy calado hasta los huesos. Me pregunto si Danny saldrá a menudo a andar allá en Londres. No, qué va, no lo hará, él solo hacía estas tonterías porque se lo pedía yo. Sonrío casi sin quererlo, a veces el tiempo pasa tan rápido y nosotros nos movemos tan lento que asusta. Llevo toda la vida riéndome de mis padres por no llorar por ellos, y a veces es un poco duro admitírmelo a mí mismo. 

Mi vida es una tragicomedia, pero una de verdad, de esas con lágrimas durante los tres actos y risas desde el principio hasta el final. Y a veces tengo un poco de miedo, porque nunca sé si al final se oirá una última carcajada o un llanto fatal, pero hoy la noche está preciosa y la lluvia me tiene tan helado que no puedo estar más contento, de verdad. :amá me ha dicho que estaba viendo una de De Niro y papá había preferido escuchar a Eddie Vedder en lugar de trabajar. Los dos son tan iguales a veces que me asusta y tan distintos al mismo tiempo que no me extraña que todo fallase desde el primer momento. Pero hoy no quiero pensar en ellos, hoy no quiero pensar en nadie más. Solo quiero mojarme un rato y dejar la comedia un rato para vivir la tragedia, que no está mal para variar. 

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