lunes, 28 de abril de 2014

El único que estaba contento por la llegada de Jeffrey Rascal a la Academia era Alphred, el resto teníamos ganas de tirarnos por la ventana cada vez que ese energúmeno venía a darnos clase. 

Papá me había prevenido sobre la presencia de aquel tipo justo antes de comenzar el nuevo curso. Me dijo, entre su gintonic de las nueve y su Martini de las nueve y media, que uno de sus viejos amigos se incorporaría al cuerpo de profesores en el próximo curso, recalcando lo contento que estaba al saber que la educación de su único hijo recaería en manos de alguien tan inteligente como Jeffrey Rascal. Yo me pregunté seriamente si aquellos juegos con las copas caras no le estarían pasando factura a mi viejo, porque nada más escuchar aquel nombre recordé que se encontraba en la lista de Personas de Alto Riesgo, publicada por la Agencia del Orden anualmente. Y aunque mi padre tampoco era una persona grata para los soldaditos de blanco que velaban por la justicia, y a mí no me interesaba ser un miembro condecorado de nuestra comunidad en el futuro, no podía negarse que alguien posicionado en la cumbre de los tipos peligrosos del país resultaba altamente cuestionable como docente. 

Por supuesto, a la Academia Redeen no le importaba un carajo a cuántas personas se hubiese cargado un miembro de su profesorado, como tampoco miraba si sus alumnos tenían padres encerrados en la Cúpula Blanca, o si varios de ellos aspiraban a ser futuros pequeños dictadores o psicópatas en potencia. Lo único que le importaba a nuestra escuela era instruirnos para ser los futuros líderes del mundo, ya fuese de forma lícita o pasando por encima de millones de personas. Eso y recibir todos los miles de acciones que nuestros padres desembolsaban anualmente para que nos dejasen estudiar allí. Porque ya se sabe que el mal es muy pijo, y las pijadas cuestan dos ojos de la cara. O tres años en la cárcel, según se mire. 

La Academia Redeen no era tan mala como la pintan. Es decir, no voy a negar que todos los que íbamos allí éramos un poco hijos de puta, pero es lo que tiene ir a un colegio en el que te entrenaban para meterte en una Asociación Criminal y te enseñaban de todo menos a rescatar perros abandonados o ayudar a las ancianitas a cruzar la calle. Moralmente cuestionable era, sí, pero a hechos prácticos lo cierto es que todo lo que aprendíamos nos iba a servir de mucho en la vida. Concretamente, nos iba a valer para dejar que otros muriesen en nuestro lugar mientras nos encargábamos de alcanzar nuestros objetivos, y eso estaba bien. Tampoco puedes pedirle más a un sitio fundado por mafias y dirigido por una tipa que fue en su día la mano derecha del peor criminal del siglo XXI. Además, nuestros padres se dejaban las estafas de todo un mes en la cuota anual, así que teníamos todo tipo de comodidades. Hasta nos ponían consola 3D individual en cada habitación. 

Lo extraño del asunto no era que fuesen a contratar a un tipo peligroso, sino que fuese Jeffrey Rascal en concreto. Rascal había traicionado, seguramente, a casi todos los parientes de los chicos que estudiaban en Redeen por aquella época. Y no era como mis padres, que habían hecho mutis y nadie sabía nada de su colaboración con aquel tipo, él alardeaba por ahí de haber conseguido engañar al gran Cocodrile. El problema de engañar a ese pirado de la cabeza era que, con él, se habían hundido un sin fin de Asociaciones Criminales, y muchos de los desajustes económicos de los nuestros durante veinte años eran debidos directa o indirectamente a él. O sea, que me parecía como un suicidio o algo así, una puta locura. 

Alphred, por su parte, parecía muy entusiasmado cuando se enteró de la noticia. Justo después de dejar mi maleta en nuestra habitación, él entró por la puerta con el alboroto que siempre lo acompañaba. 

-Tío, ¿sabes lo de Jeffrey Rascal?

Observé la cama situada justo a la derecha de la mía, toda desordenada y con un montón de ropa tirada. Alphred era un inútil para el orden. A ver, que yo podía ser caótico en muchas cosas, pero siempre he sido un tío muy higiénico, a mí eso de tener los gayumbos tirados por ahí me da muchísimo asco, pero a Alphred nunca le ha importado, y menos cuando teníamos quince años. 

-Me lo contó mi padre hace un par de semanas -asentí. 

Recuerdo que ese año nos dieron una habitación más pequeña de lo normal porque estaban haciendo obras en la residencia y tuvieron que reajustar el espacio. Fue una mierda, porque si en condiciones normales Alphred, el demente de Frey y yo nos tirábamos de los pelos por temas de espacio y limpieza, con menos metros cuadrados podríamos acabar liquidándonos los unos a los otros. Yo estaba muy enfadado porque se me acababa de pasar esa idea por la cabeza, y no me apetecía para nada escuchar a Alphred siendo lo más fan del mundo. 

-¡¿Y por qué no me has llamado ni nada?! -exclamó, subiéndose a su cama. Siempre se ponía en plan novia despechada cuando se sentía desplazado, era como un perro faldero. 

-Porque te habías ido con la moto a ser un rebelde sin causa o algo así, y no iba a gastar mi dinero en localizarte para contarte algo de lo que te ibas a enterar en nada. 

Se dejó caer sobre el colchón y se sentó cruzando las piernas en modo indio, mirándome con reproche. 

-Eres un cabrón, tío -me dijo, y luego volvió de nuevo a tener ese tono entusiasta-. ¿No te mola que flipas la idea? O sea, el tío ese engañó a Cocodrile. Y consiguió, espera, consiguió chantajear a la Agencia dos veces. No una, ¡dos veces! Es como el gurú de los criminales. 

-Es el gurú de los grillados -le corregí yo-, ese tío es un sociópata fijo. Seguro que nos lo pone muy difícil para aprobar, y yo me cago en la puta con eso. 

-Pues yo creo que vamos a aprender que te cagas. 

Alphred siempre lograba sorprenderme. Cuando entramos en Redeen me llamó la atención el par de cojones que tenía, porque hay que tener un par de cojones para ser el hijo de uno de los miembros más heróicos de la Agencia del Orden y decidir por tus santas narices que vas a estudiar en la Academia Redeen, dónde para colmo van a enseñarte a luchar contra todos los amigos y grandes camaradas de tu progenitor, a cazarlos y a liquidarlos sin miramientos. Pero ahí estaba él, con sus converse del siglo pasado y su aire despreocupado, dispuesto a cumplir un plan de estudios que iba totalmente en contra a lo que su padre hubiese querido de él. Solo por joder, claro, porque aunque Alphred se ponga chulo y todo eso, siempre ha querido joder a su viejo, por eso de morir antes de conocerse y tal. 

Lo flipante de Alphred era la capacidad de adaptación que tenía. Si insultaban a su padre él les daba la razón, por eso del resentimiento que le ha tenido toda la vida, y si lo insultaban a él por ser hijo de quién era, entonces se encogía de hombros y pasaba del tema. Se relacionaba con todo tipo de gente, y caía bien a todo el mundo. Alphred era de esos tíos con sonrisa contagiosa y carcajada que te alegraba un poco el día, y por mucho que pudieses querer odiarlo a primera vista por ir de rebelde sin causa al final te terminaba ganando. Y daba igual que tus padres hubiesen asesinado a setenta personas o que tú mismo quisieras entrar en una Organización con prácticas de sadismo, él hablaba contigo del último libro que se había leído o de la mierda esa de barritas integrales que daban las máquinas exprendedoras, y por más que tú no quisieras al final terminaba por parecerte un tío de puta madre. 

Yo quise reírme de él cuando nos pusieron juntos en el mismo cuarto  y acabé queriéndolo como a un hermano. Quizás porque los dos éramos hijos únicos, puede que por nuestras disfuncionales y fácilmente vergonzosas familias. O tal vez fuese por mero capricho del destino, pero el caso es que nos volvimos inseparables. Y a pesar de ello, de ser como de la familia y conocernos tan bien que a veces daba asco, nunca dejaba de sorprenderme. A veces pensaba, sinceramente, que cuánto más extraña y peligrosa parecía una persona, más le atraía. Y con el paso de los años he llegado a la conclusión de que es así, y no de otra forma, como funciona su cerebro. Tiene una fascinación casi enfermiza por el lado oscuro de la gente, y por tantear los matices grisáceos que pueda tener, y ha llegado a formar alianzas que le pondrían los pelos de punta al mismísimo diablo. 

Pero esa es la gracia de Alphred, supongo, que nunca temió o juzgó a la oscuridad, sino que aprendió a fundirse con ella y a quererla con toda su ausencia de color y luminosidad. Por eso, digo yo, logró ganarse el aprecio de los que ni siquiera tenían corazón. 

Con Jeffrey pasó algo parecido. 

Jeffrey Rascal fue, de lejos, el peor profesor que tuvimos en nuestra vida y también el más inteligente de todos. Su capacidad cerebral era inversamente proporcional al nivel de pedagogía que tenía,  y la primera clase ya se ganó la antipatía de casi todo el mundo. Y digo casi, porque a Alphred le sacó un par de carcajadas. 

La primera vez que lo vi, Jeffrey Rascal distaba mucho de las viejas fotos suyas que había encontrado en las redes sociales de mis padres. Ya no era un tipo de veintitantos años, como la última vez que él y mi madre se tomaron una digital, sino un tipo que ya pasaba de los cuarenta y muchos. Vestía con vaqueros desgastados, zapatillas deportivas del siglo pasado y camisas de flores tapadas por americanas de enterrador. Su aspecto era hortera y armonioso al mismo tiempo, pero desde luego no el que debía tener un profesor. Se plantó frente a nosotros dando la espalda a la pizarra electrónica, nos miró con un gesto de hastío y aburrimiento abrumador y bostezó sonoramente. 

-Estoy en este antro porque me han echado de Hawaii por temas que no os incumben -soltó, caso escupiendo-, y tengo que quedarme aquí porque la inútil de vuestra directora sólo ha conseguido un abogado de ocho y medio que no ha logrado más que una libertad bajo arresto domiciliario. Y el lugar en el que tengo que estar es la mierda esta de escuela para futuros presidiarios que os han montado, y para que me dejen estar aquí tengo que hacer algo productivo. Así que si tengo que veros el careto dos o tres veces a la semana y soportar vuestras pataletas de adolescentes granudos y soplapollas lo mejor será que dejemos algunas cosas claras: no me importáis un carajo, vuestra educación me interesa menos y el éxito de vuestro futuro tres cuartos de lo mismo. No voy a aprenderme vuestros nombres ni a esforzarme en caeros bien, por mí como si os morís u os suicidáis por esas modas tan absurdas que tenéis los adolescentes de autolesionaros y todo eso. Me da igual. Daré la clase, haréis los exámenes y pondré las notas. Fin. 

A todos nos pareció un idiota, incluido a mí, y aquella mala impresión se hizo más grande cuando el tipo pasaba de explicarnos las cosas dos veces para ponerse películas porno en su tablet. Parecía no interesarle absolutamente nada de nosotros, pero a Alphred parecía fascinarle. 

Nunca sabré cómo sucedió, ni qué fue lo que pasó, pero Jeffrey le cogió cariño. Alphred tenía ese don, el de hacer que los peores monstruos se mostrasen humanos de vez en cuando. Lo había visto con Frey, al que Alphred prácticamente rescató de morir a manos de los prestamistas. Lo vi con Jeffrey Rascal el día en que aquel hombre demostró poner cierto interés en algo que no fuesen sus videos de guarras y sus catálogos de cervezas exóticas. Y lo vería mucho después el día en que, entre susurros y cagado de miedo, Alphred me confesara que había ayudado al mismísimo Cocodrile a huir de la cárcel, y este le estaba recompensando con un dineral anual impresionante. 

A veces pienso que si no fuera por él, aquel curso del 2150 todos habríamos terminado clavándonos los pendrives en las venas para no tener que soportar a un maníaco alcohólico con camisas de flores y aliento de muerte. Pero supongo que, realmente, lo que pasa es que sin su ayuda ninguno de nosotros se habría dado cuenta que, además de un poco monstruitos, también podíamos fingir ser decentes de vez en cuando. 

Siempre que nadie nos viese, claro. 




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