lunes, 7 de abril de 2014

Caminábamos entre bocanadas de aire frío y nos dejábamos llevar por el embrujo de alguna noche parcialmente alocada, oscura como el pozo en el que estábamos ahogados y húmeda como los ojos melancólicos que nunca olvidan. Aquella guitarra nunca dejaba de sonar, como un recordatorio de que la tristeza es algo atmosférico, y el humo del gris nostalgia se cernía sobre nuestros pies que, hambrientos de recuerdos y sentimientos intensos, recorrían aquellas grandes avenidas que algún día hicieron todo lo posible por estrellarse contra el cemento que les hizo resbalar como si fuesen unos meros principiantes en el arte de avanzar.

Algo olía a alcohol, pero esta vez no éramos nosotros. Se oía un llanto, aunque quizás no fuese más que la brisa cálida luchando contra el frío que se resistía a marchar. ¿Recuerdas cuando no existía la luz? ¿Todavía sientes el frío de aquel invierno interminable? Vivíamos sin dormir y bebíamos para olvidar las pesadillas que soñábamos despiertos, maltratábamos nuestros cuerpos para poner a prueba las almas que se habían marchado, siéndonos infieles con la inexperiencia. Sentíamos tanto que teníamos agujetas y sobrevivíamos a las situaciones que tantos otros no lograban ni aspirar.


La noche nos recordaba siempre a lo que fuimos y no volveremos a ser. La inocencia perdida, el dolor inaguantable, la angustia de vida y el sentimiento incontrolable. Ya nunca volveremos a ser los mismos, ni sentir el viento en la cara como una garra destripándonos por completo, ya no beberemos para morir ni viviremos para sentir el vértigo de lo impredecible. Las heridas cicatrizaron hace tiempo y ahora nosotros somos un poco más viejos y un pelín menos tontos. Pero, ante todo, somos los vagabundos de sentimientos que se perdieron entre los aullidos de una selva metálica, perdiendo el corazón por el camino y vendiendo el alma por un poco de absenta.  

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