—Mi subordinado Claudio
me habló de ti.
Joseph observo a
Gandolfini con cautela, habían pasado varios meses desde que compartió celda
con Claudio Colucci y aunque sabía que los hombres como él nunca olvidaban una
deuda, la experiencia le decía que debía andarse con cuidado si quería tornar
la situación en su favor. Gandolfini podía estar interesado en él, pero eso no
significaba que al terminar el día siguiese con vida, los hombres como él eran
recelosos de su intimidad y preferían deshacerse de los posibles inconvenientes,
la palabra riesgo era un vocablo que no podían permitirse.
Gandolfini se encendió un
puro con la tranquilidad propia de los que tienen sangre mediterránea de
primera línea corriendo por sus venas. Joseph no se perdía detalle de sus
movimientos, toda información era poca para su cerebro.
—Los italianos y los
irlandeses tenemos mucho en común —comentó con aquella voz ronca y algo espesa
que parecía caracterizarle—. ¿Sabes qué es lo que más nos caracteriza?
Gandolfini era un capo,
un jefe. Tenía toda una familia a su cargo y manejaba muchos hilos dentro de la
ciudad, eso significaba que era un hombre acostumbrado a ser tratado como un
rey, como una especie de dios al que todo el mundo recurría cuando surgía algún
problema. Los hombres como él no querían gente más lista que ellos entre sus
filas, deseaban personas eficaces e inteligentes, pero siempre y cuando
siguiesen siendo subordinados y no representasen ninguna amenaza para su
reputación. Hudson decidió que debía quedarse callado y negar con la cabeza.
—Que somos católicos,
chico —le dijo, como si fuese lo más obvio del mundo—. Vivimos rodeados de
putos protestantes de mierda, pero seguimos siendo católicos. Yo soy un hombre
muy creyente, creo en la Iglesia, creo en Roma y creo en el Papa. Así es como
debe ser, ¿entiendes? Vuestros putos vecinos los ingleses no saben lo que
hacen, atienden a una religión creada por un adúltero que no tenía valores
familiares, pero vosotros no habéis caído en eso. Sabéis dónde está la verdad.
Joseph anotó la creencia
en Dios como una parte fundamental de su trato con Gandolfini, un dato que no
debía olvidar y que utilizaría como mejor pudiese para ganarse su confianza. A
veces la gente era tan obvia que casi le parecía un sacrilegio no aprovecharse
de sus debilidades psicológicas.
—Cuando Claudio me habló
de ti al principio no le di mucha importancia —confesó—, conozco a muchos
hombres capaces de convencer al mismísimo diablo de hacer tratos con
Jesucristo, no sé si me explico. Pero cuando me contó tu historia… ¿Lees la
Biblia?
Joseph asintió.
—Mi padre es muy
creyente.
—Como debe ser —Gandolfini
expulsó una nube de humo y prosiguió con su monólogo—. Cuando Claudio me contó
lo que te había pasado inmediatamente recordé a Jacob.
Joseph sonrió, aquello
iba a ser más fácil de lo que pensaba.
—Jacob tenía doce hijos,
y el mejor era José —relató—, justo igual que tú, también eres el menor de doce
hermanos. Jacob quería más a su hijo menor que al resto de sus hermanos, y
contra toda ley establecida quería que él fuese su heredero. Por ello, sus
hermanos siempre lo odiaron, y finalmente lo engañaron y vendieron como esclavo
para alejarlo de la familia. Tú me recuerdas mucho a José; tus hermanos te
dejaron tirado en medio de la nada porque envidiaban tu don, y ahora estás
aquí, como José cuando acudió al faraón para interpretar sus sueños. Creo,
sinceramente, que eres un enviado de Dios. Y por eso, chico, he decidido que
trabajes para mí.
Joseph alzó las cejas,
incrédulo, siempre había sido consciente de lo manipulable que podía llegar a
ser la gente supersticiosa, pero nunca lo había vivido en primera persona. Con
bastante información sobre Gandolfini como para poder engañarlo sin problemas, Joseph
procedió a dar rienda suelta a su don: el don del engaño, el de la manipulación
y el control sobre otras personas aprovechando sus sentimientos, sueños o
creencias. Los seres humanos resultaban tremendamente fáciles de engatusar
cuando se lograba establecer una relación de empatía, y Joseph siempre había
tenido un talento natural para captar la esencia de las personas y reflejarla,
obteniendo así resultados que impresionarían a cualquier estudioso de la
psicología.
—Mi padre no era como
Jacob, señor, mi padre no sentía gran simpatía por mí. Lo único que le gustaba
era que podía conseguir buenos clientes gracias a mis habilidades —confesó—. Y
yo no voy a perdonar a mis hermanos como lo hizo José, mi intención es
matarlos. Uno por uno, señor, y con un método particular para cada uno.
Joseph habló seguro, sin
tapujos. Sabía que Gandolfini era violento, sabía que Gandolfini respetaba la
vendetta y estaba seguro de que no le parecería mal lo que acababa de decir.
Recordaba haber escuchado a Claude Colucci decir que Gandolfini no aguantaba la
traición, y que fue capaz de matar a un primo suyo al saberse calumniado por
él. Joseph estaba convencido, pues, de que aquel viejo capo de la mafia se
sentiría terriblemente identificado con esa ideología, era una apuesta bastante
segura.
Tal y como había
previsto, el hombre no se enfureció, sino que se echó a reír de buena gana,
echando la cabeza ligeramente hacia atrás.
—Eres muy sincero,
muchacho, y eso me gusta. —Y Joseph sabía que le gustaba, porque lo había
observado justo antes de pasar a su despacho, deduciéndolo sin mucho problema—.
Yo tampoco soy ningún santo, eso se lo dejo a los hombres de la Biblia. Pero no
creo en las casualidades, todo es parte del camino de Dios, y si él te ha
puesto en el mío y te ha dotado de paralelismos tan llamativos debe ser por
algo. Claudio me aseguró que eras capaz de convencer a un hombre ciego de que
se comprase un cómic, y que le habías sacado lágrimas a varios policías de la
cárcel. Si me demuestras que no fueron sólo coincidencias y que de verdad
tienes unas capacidades tan extraordinarias, pasarás a ser mi protegido, un
miembro más de mi familia. Y no debes preocuparte, cualquier persona que haya
atentado contra la familia tendrá que saldar cuentas conmigo.
Así era Pietro
Gandolfini, un dios entre mortales, un faraón capaz de decidir sobre el
porvenir de las personas. Defendía a su pueblo a capa y espada, y sometía a todos
aquellos que intentasen agredirlo.
Joseph llevaba media vida
deseando dar un salto tan importante como el que le ofrecía aquel hombre, un
cambio que le otorgase una posición de valor y poder con la que pudiese dar
rienda suelta a sus planes de venganza. Joseph estaba seguro de que podría
lidiar con los altibajos de un viejo capo a las puertas del retiro, y si lo
hacía bien quizás incluso alcanzase un puesto importante dentro de la mafia. Si
lograba algo así, sus hermanos no tendrían nada que hacer.
—No le fallaré, señor —le
aseguró, con su mejor cara de inocencia.
—No, no lo harás.
Joseph sabía que esas
últimas palabras no eran de aliento, sino una amenaza en toda regla. Gandolfini
no admitiría errores, pero él nunca se equivocaba. La ambición de Joseph era
tal, que aliarse con el diablo para alcanzar la meta no era algo que le
turbase, se regía por unas leyes relativas en las que la moral iba regida por
los deseos individuales y no conjuntos, por ello matar a los que le habían
intentado perjudicar no era algo que considerase malo, sino el curso natural de
las cosas. Y deshacerse de los que en un futuro pudiesen interponerse en sus
objetivos era una idea totalmente lógica dentro de sus principios propios.
Aquel día era el primero
del resto de su vida, podía olerse hasta en el aire, y Joseph McCann sabía que
si jugaba bien sus cartas alcanzaría la cima del mundo. Ahora Gandolfini era el
soberano, pero cuando este faltase, Joseph ya se habría encargado de asegurarse
el primer puesto dentro de la familia, y cuando eso fuese un hecho y no un
simple proyecto de vida, no habría nadie que pudiese pararlo. Y si alguien lo
intentaba, terminaría en lo más profundo del río Hudson.
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