miércoles, 5 de marzo de 2014

—Mi subordinado Claudio me habló de ti.

Joseph observo a Gandolfini con cautela, habían pasado varios meses desde que compartió celda con Claudio Colucci y aunque sabía que los hombres como él nunca olvidaban una deuda, la experiencia le decía que debía andarse con cuidado si quería tornar la situación en su favor. Gandolfini podía estar interesado en él, pero eso no significaba que al terminar el día siguiese con vida, los hombres como él eran recelosos de su intimidad y preferían deshacerse de los posibles inconvenientes, la palabra riesgo era un vocablo que no podían permitirse.

Gandolfini se encendió un puro con la tranquilidad propia de los que tienen sangre mediterránea de primera línea corriendo por sus venas. Joseph no se perdía detalle de sus movimientos, toda información era poca para su cerebro.

—Los italianos y los irlandeses tenemos mucho en común —comentó con aquella voz ronca y algo espesa que parecía caracterizarle—. ¿Sabes qué es lo que más nos caracteriza?

Gandolfini era un capo, un jefe. Tenía toda una familia a su cargo y manejaba muchos hilos dentro de la ciudad, eso significaba que era un hombre acostumbrado a ser tratado como un rey, como una especie de dios al que todo el mundo recurría cuando surgía algún problema. Los hombres como él no querían gente más lista que ellos entre sus filas, deseaban personas eficaces e inteligentes, pero siempre y cuando siguiesen siendo subordinados y no representasen ninguna amenaza para su reputación. Hudson decidió que debía quedarse callado y negar con la cabeza.

—Que somos católicos, chico —le dijo, como si fuese lo más obvio del mundo—. Vivimos rodeados de putos protestantes de mierda, pero seguimos siendo católicos. Yo soy un hombre muy creyente, creo en la Iglesia, creo en Roma y creo en el Papa. Así es como debe ser, ¿entiendes? Vuestros putos vecinos los ingleses no saben lo que hacen, atienden a una religión creada por un adúltero que no tenía valores familiares, pero vosotros no habéis caído en eso. Sabéis dónde está la verdad.

Joseph anotó la creencia en Dios como una parte fundamental de su trato con Gandolfini, un dato que no debía olvidar y que utilizaría como mejor pudiese para ganarse su confianza. A veces la gente era tan obvia que casi le parecía un sacrilegio no aprovecharse de sus debilidades psicológicas.

—Cuando Claudio me habló de ti al principio no le di mucha importancia —confesó—, conozco a muchos hombres capaces de convencer al mismísimo diablo de hacer tratos con Jesucristo, no sé si me explico. Pero cuando me contó tu historia… ¿Lees la Biblia?

Joseph asintió.

—Mi padre es muy creyente.

—Como debe ser —Gandolfini expulsó una nube de humo y prosiguió con su monólogo—. Cuando Claudio me contó lo que te había pasado inmediatamente recordé a Jacob.

Joseph sonrió, aquello iba a ser más fácil de lo que pensaba.

—Jacob tenía doce hijos, y el mejor era José —relató—, justo igual que tú, también eres el menor de doce hermanos. Jacob quería más a su hijo menor que al resto de sus hermanos, y contra toda ley establecida quería que él fuese su heredero. Por ello, sus hermanos siempre lo odiaron, y finalmente lo engañaron y vendieron como esclavo para alejarlo de la familia. Tú me recuerdas mucho a José; tus hermanos te dejaron tirado en medio de la nada porque envidiaban tu don, y ahora estás aquí, como José cuando acudió al faraón para interpretar sus sueños. Creo, sinceramente, que eres un enviado de Dios. Y por eso, chico, he decidido que trabajes para mí.

Joseph alzó las cejas, incrédulo, siempre había sido consciente de lo manipulable que podía llegar a ser la gente supersticiosa, pero nunca lo había vivido en primera persona. Con bastante información sobre Gandolfini como para poder engañarlo sin problemas, Joseph procedió a dar rienda suelta a su don: el don del engaño, el de la manipulación y el control sobre otras personas aprovechando sus sentimientos, sueños o creencias. Los seres humanos resultaban tremendamente fáciles de engatusar cuando se lograba establecer una relación de empatía, y Joseph siempre había tenido un talento natural para captar la esencia de las personas y reflejarla, obteniendo así resultados que impresionarían a cualquier estudioso de la psicología.

—Mi padre no era como Jacob, señor, mi padre no sentía gran simpatía por mí. Lo único que le gustaba era que podía conseguir buenos clientes gracias a mis habilidades —confesó—. Y yo no voy a perdonar a mis hermanos como lo hizo José, mi intención es matarlos. Uno por uno, señor, y con un método particular para cada uno.

Joseph habló seguro, sin tapujos. Sabía que Gandolfini era violento, sabía que Gandolfini respetaba la vendetta y estaba seguro de que no le parecería mal lo que acababa de decir. Recordaba haber escuchado a Claude Colucci decir que Gandolfini no aguantaba la traición, y que fue capaz de matar a un primo suyo al saberse calumniado por él. Joseph estaba convencido, pues, de que aquel viejo capo de la mafia se sentiría terriblemente identificado con esa ideología, era una apuesta bastante segura.

Tal y como había previsto, el hombre no se enfureció, sino que se echó a reír de buena gana, echando la cabeza ligeramente hacia atrás.

—Eres muy sincero, muchacho, y eso me gusta. —Y Joseph sabía que le gustaba, porque lo había observado justo antes de pasar a su despacho, deduciéndolo sin mucho problema—. Yo tampoco soy ningún santo, eso se lo dejo a los hombres de la Biblia. Pero no creo en las casualidades, todo es parte del camino de Dios, y si él te ha puesto en el mío y te ha dotado de paralelismos tan llamativos debe ser por algo. Claudio me aseguró que eras capaz de convencer a un hombre ciego de que se comprase un cómic, y que le habías sacado lágrimas a varios policías de la cárcel. Si me demuestras que no fueron sólo coincidencias y que de verdad tienes unas capacidades tan extraordinarias, pasarás a ser mi protegido, un miembro más de mi familia. Y no debes preocuparte, cualquier persona que haya atentado contra la familia tendrá que saldar cuentas conmigo.

Así era Pietro Gandolfini, un dios entre mortales, un faraón capaz de decidir sobre el porvenir de las personas. Defendía a su pueblo a capa y espada, y sometía a todos aquellos que intentasen agredirlo.

Joseph llevaba media vida deseando dar un salto tan importante como el que le ofrecía aquel hombre, un cambio que le otorgase una posición de valor y poder con la que pudiese dar rienda suelta a sus planes de venganza. Joseph estaba seguro de que podría lidiar con los altibajos de un viejo capo a las puertas del retiro, y si lo hacía bien quizás incluso alcanzase un puesto importante dentro de la mafia. Si lograba algo así, sus hermanos no tendrían nada que hacer.

—No le fallaré, señor —le aseguró, con su mejor cara de inocencia.

—No, no lo harás.

Joseph sabía que esas últimas palabras no eran de aliento, sino una amenaza en toda regla. Gandolfini no admitiría errores, pero él nunca se equivocaba. La ambición de Joseph era tal, que aliarse con el diablo para alcanzar la meta no era algo que le turbase, se regía por unas leyes relativas en las que la moral iba regida por los deseos individuales y no conjuntos, por ello matar a los que le habían intentado perjudicar no era algo que considerase malo, sino el curso natural de las cosas. Y deshacerse de los que en un futuro pudiesen interponerse en sus objetivos era una idea totalmente lógica dentro de sus principios propios.


Aquel día era el primero del resto de su vida, podía olerse hasta en el aire, y Joseph McCann sabía que si jugaba bien sus cartas alcanzaría la cima del mundo. Ahora Gandolfini era el soberano, pero cuando este faltase, Joseph ya se habría encargado de asegurarse el primer puesto dentro de la familia, y cuando eso fuese un hecho y no un simple proyecto de vida, no habría nadie que pudiese pararlo. Y si alguien lo intentaba, terminaría en lo más profundo del río Hudson. 

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