domingo, 2 de febrero de 2014

Jeffrey nunca sufre con el dolor, es algo que todo el mundo sabe. No es masoquista, pero le encanta tener excusas para hacerse el mártir, es parte de su melodramatismo exacerbado. 

Tiene el ojo izquierdo hinchado, le sangra la nariz y cree que su tabique no volverá a ser el mismo de antes. Su labio está roto, cortesía de un par de capullos de blanco que han paliado su falta de sexo dándole una buena tunda, y él solo puede pensar en lo mucho que anhela, ahora mismo, una buena botella de whiskey barato, para mezclarlo con leche y algo de hielo. 

Con los brazos esposados a la espalda, Jeffrey observa a sus captores, entrecerrando los ojos y bostezando de vez en cuando, aburrido. Cada vez que da una muestra de indiferencia, uno de los tipos que le han capturado le propina un puñetazo. Gajes del oficio. 

 —Estás acusado del asesinato de más de doscientas cincuenta personas, por no hablar de estafas múltiples, extorsión a la justicia, varios secuestros, atraco a mano armada, posesión ilegal de armamento y sustancias... Y una larga lista que, supongo, conoces de sobra. —le dice su captor, con una calma sepulcral que anuncia su derrota definitiva. El tipo lee un expediente que porta entre sus manos, con altivez, con superioridad. También mira a Jeffrey de la misma forma cuando alza la vista hacia él—. ¿Qué tienes que decir ante eso?

—Realmente son más asesinatos, no me prives del honor de hacer explotar la Torre Driver hace cinco años y provocar indirectamente la muerte de tus nobles y estimados camaradas hace unas semanas. Me ofenderías mucho quitándome esos méritos, fueron estrategias concienzudamente elaboradas —Jeffrey sonríe, y sus dientes aparecen tintados con la sangre que le brota de los labios. 

Otro puñetazo. Jeffrey levanta la cabeza tras el impacto, cada vez le duele más la nariz. Mira al tipo que le acaba de golpear, todo vestido de blanco, casco incluido.

—Las putas de Hawai follarán conmigo igualmente, aunque me deformes —y luego añade—: me adoran.

—En realidad, adoran el dinero que le robaste a la Agencia —lo corrige el hombre de las insignias doradas, que brillan sobre su traje albino. 

La suficiencia de sus ojos se ha transformado en rencor, Jeff sabe que sus palabras le han calado. En el fondo sólo es otro agenciado sentimental. Un estúpido. Ese mamón de Valens quiere matarlo desde hace cinco años y ahora se regocija de su adquisición. Ese eunuco de mierda no va a reír durante mucho tiempo, Jeffrey lo sabe, cualquiera con dos dedos de frente lo sabría. Aunque claro, la gente de la Agencia nunca ha tenido más de media neurona cana. 

Luchan en una guerra y todavía se creen los buenos, una panda de inútiles más bien. 

 —No lo robé, hice un buen negocio —Jeffrey sonríe de lado—. Y si he dejado que me atrapes, mi querido y viejo compañero, es precisamente para ofrecerte otro de mis tratos. 

 Ahora Valens tuerce el gesto, y una mueca de desagrado se va pincelando en su rostro. La sonrisa rota de Jeffrey se ensancha. Cuando él quiere hacer un trato, es porque maneja muchas armas entre las manos. 

Hasta un necio sabe eso, y por más imbéciles que resulten los miembros de la Agencia, ya están escarmentados después de tantos años. Jeffrey se inclina sobre la mesa. El rojo de su sangre se confunde con el escarlata de su camisa Hawaiana decorada con flores amarillas y combinada con unas llamativas chanclas color carmesí, cuya suela él hace resonar contra el suelo. Un atuendo un tanto curioso para un criminal de rango A, aunque todos saben que Jeffrey Rascal nunca ha sido un sujeto convencional. 

 —¿De verdad ese cerebro disfuncional que tienes, Valens, ha pensado por un mísero instante que alguien tan incompetente como tú o tus hombres ibais a cogerme tan fácilmente? —enarca una ceja y se echa hacia atrás, apoyando su espalda contra el respaldo de la mesa, sonriendo de una forma aterradoramente triunfante—. Nunca aprenderéis ¿cierto? 

 Valens aprieta las mandíbulas, la ira de su interior parece desprenderse de su cuerpo y viciarse con el ambiente de la sala en la que se encuentran. 

 —Tienes algo que es mío, y he venido a que me lo devuelvas —dice el criminal, sin borrar la sonrisa escarmentada de su rostro—. Las blancas mueven primero en el ajedrez, pero también olvidan que sólo le están cediendo el paso a las negras para atacar. Siempre, siempre lo olvidáis Valens, y eso es lo que a mí  me hace ganar. 

 —¿Qué es lo que quieres? —el agenciado suena rabioso, iracundo. Ha perdido los nervios, sabe que no ganará el juego.

 —Quiero a la chica de Dollar. ¿No te parece amoral, Valens? —la voz de Jeff suena cínica, cómica, mordaz—. Has apresado a la madre de un pobre niño de cinco años. Debería darte vergüenza. 

Jeffrey cruza los brazos tras su cabeza. Uno de los monos blancos hace ademán de pegarle nuevamente, pero su superior lo detiene con un gesto. 

 —O dejas que esa joven y guapa mamá se reencuentre con su novio y su hijo para sigan robando casinos, matando agenciados soplapollas y dándome por el culo con sus peleas matrimoniales, o te juro que volaré La Capital —sentencia. La voz de Jeffrey se vuelve tan fría y deshumanizada como aquella vez, hace cinco años, cuando consiguió hacerse con casi todo el capital de la Agencia con uno de sus “tratos”. Es la misma voz que llevó a la muerte a tantos hombres y mujeres, gente del mismo bando que Jeffrey, personas a las que vendió a cambio de una libertad inmerecida—. He colocado explosivos en media ciudad, no te conviene tocarme los cojones. Sabes cómo funciono: si me tratas bien conserváis la vida, tú y las mierdecillas que pueblan tus terrenos. Si te metes conmigo o los míos, me cargo a quién me dé la gana, te corto los huevos y hago que te los comas. Tú decides: la chica o doscientas mil personas y la poca virilidad que te queda.

Valens parece a punto de estallar. Quiere matarlo, y Jeffrey lo sabe. Pero también sabe que es intocable, él siempre lo ha sido. Jeffrey Rascal, la mente, el hombre que logró engañar al criminal más grande de todos los tiempos tan sólo porque aquel juego ya le aburría, el tipo que traicionó a la mayor organización criminal que ha existido y chantajeó a la Agencia sin posibilidad de cuestionar ninguno de sus actos. Ese que nunca ve las fichas blancas o negras del tablero, sino todas las casillas que se entremezclan para lograr una tonalidad gris. El que no juega con buenos o malos, sino con sus propias ambiciones. Aquel que se comprometió consigo mismo, se casó con su ego y decidió meterles un tiro a todos los que se interpusiesen en su camino.

El Agente aprieta los puños con tanta fuerza que sus nudillos se tornan blancos. Ya subestimaron a Jeffrey una vez y toda la Torre Driver estalló, acabando con la vida del Presidente y de sus allegados. Cuando Jeffrey hace un trato, nunca va de farol, es algo que cualquiera sabe, incluso un idiota.

 —No me mires así —le dice el criminal, con falsa inocencia—, sólo deseo el bienestar de una joven y feliz familia que tú intentas romper. 

 —Eres despreciable —consigue articular Valens, entre dientes—. Un monstruo asqueroso y sociópata.  

—Cabrón con gracia es un adjetivo más adecuado, o hijo de la gran puta con encanto —contesta el otro con tranquilidad, encogiéndose de hombros. Tiene una guasa tan macabra como insufrible—. Aunque dejemos de hablar de mí, sé que soy guapo y que os encanto a todos, pero tengo prisa. ¿Qué me dices? 

Sin apartar la vista de él, taladrando su cabeza con los ojos, torturándolo hasta la muerte con la mirada, Valens coge aire, a presión, y luego expone su veredicto final: 

 —Supongo que no tengo otra opción. 

Se puede observar la consternación en los rostros del resto de guardias, muchachos inexpertos que todavía no comprenden la magnitud de las palabras de ese loco con pinta de aristócrata que en realidad es adicto al whiskey, a la telebasura y a las putas baratas. Pero Valens lo conoce demasiado bien, y sabe, pese al odio y la rabia que siente en éstos instantes, que si no obedece miles de inocentes pagarán por ello. Jeffrey se limita a sonreír y asentir con la cabeza. Lleva el pelo rojizo desordenado, como siempre, y se pasa una mano por la perilla mal afeitada. Todo en Jeffrey es rojo, como la sangre y el diablo.

 —Bien, Valens. Veo que, a pesar de todo, sigues teniendo una chispa de raciocinio en tu diminuto cráneo de gilipollas —chasquea la lengua y suelta un suspiro sobreactuado—. Tu jefe lo entendió hace cinco años, y tú has aprendido bien de él. Cuando las negras atacan, o aceptas las tablas o se comen tus fichas. 

 —Un día no habrán tablas, Jeffrey. 

El aludido ladea una sonrisa, se inclina sobre la mesa y con esa voz profunda y seductora que podría convencer a un ejército de destruirse a sí mismo, dice: 

 —Ese día yo ya estaré haciendo jaque a tu querido rey, y tú estarás en el cementerio del ajedrez.

Jeffrey Rascal siempre gana al ajedrez, es algo que cualquier imbécil sabe. Y Valens, que estuvo con él en la Academia, lo conoce mejor que nadie. Él siempre vencía todas las partidas, él era la gran mente estratega: ninguna habilidad física destacable, una capacidad mental excepcional y una frialdad en sus actosespeluznante. Siempre con un truco bajo sus camisas excéntricas, siempre con un trato irrefutable que ofrecer. Engañando a todos con esas pintas de truhán y esa actitud sarcástica y narcisista que todos tomaban como los delirios de un pirado marginal, escrutando a los ingénuos para conocer sus debilidades y utilizarlas en su contra. 

A Jeff Rascal nunca se le escapa una, todos saben eso, incluso los menos espabilados. Porque él entendió, mejor incluso que Big Daddy, el gran criminal entre los grandes, que en el ajedrez nunca ganan las blancas ni las negras, sino la mejor estrategia. Y él nunca tiene una, sino cientos de ellas en la cabeza.

1 comentario:

  1. Tus personajes y los líos que se traen entre manos siempre me enamoran ♥

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