domingo, 19 de enero de 2014

El parque de los bancos cutres es una especie de descampado de cemento que hay en una callejuela escondida. Lo llamamos el parque de los bancos cutres porque hay muchos bancos y el sitio es cutre de cojones.

Son las dos y media de la madrugada y Danny y yo estamos en el parque éste con un McMenú grande, comiendo. Hemos pateado media ciudad en busca del McDonalds 24 horas perdido, siguiendo el Google Maps del móvil de Danny y su orientación atrofiada. O sea, que en lugar de tardar unos veinticinco minutos como habríamos hecho si hubiésemos ido por el camino correcto, hemos estado una hora dando vueltas hasta encontrarlo. Pero al final lo hemos hallado. En un principio, teniendo en cuenta que estamos en febrero y a estas horas rasca el frío pero bien, nos íbamos a quedar en el McDonalds. Pero había una pareja de súper obesos muy extraña y Danny ha dicho que junto a Peter Griffin y su gemela no comía. Tal cual. Así que nos hemos pateado otra media hora hasta llegar al parque de los bancos cutres. Y aquí estamos.

Danny, que mide casi un metro noventa y tiene constitución de anoréxico y estómago de vikingo hambriento, se ha comprado dos Big Macs. A tope de madrugada. Yo me he conformado con la McPollo, que me gusta más.

—Que bestia eres, macho —le comento, mientras él ataca la segunda hamburguesa. Ya se ha cepillado una y un paquete de patatas grande.

—Buah tío, se me está yendo a la mierda el McFlurry este —me dice, mirando el bote de helado con desesperación—. Yo pensaba que me duraría con el frío que hace.

—Hombre, si no te hubieses empeñado en hacerte media puta ciudad para llegar aquí, yo diría que algo más te habría aguantado ¿no crees?

Porque claro, a él se la suda. Él vive en Inglaterra y el tiempo que tenemos hoy le parece una noche fresca normal. Pero para mí no. Yo no estoy acostumbrado y tengo un frío que me cago encima.

Todo esto ha empezado porque yo hoy tenía que quedar con Nora para ir a revelar unas fotos de forma tradicional. Ella está haciendo sus pinitos con la fotografía por una optativa rara de la carrera y yo tengo un amigo que tiene un sitio de revelado bastante guay. Pero al final a ella le ha salido una de sus súper cenas espontáneas de amigos a los que ni conozco ni me dan buena y me ha dicho que no podía faltar. Que le perdonase hasta el infinito pero que hacía mil años que no los veía.

Y como yo le cancelé una cita la semana pasada no he podido protestar. Es una cuestión de turnos.

Así que aprovechando que Danny está una semana por aquí lo he llamado. Y él me ha dicho que había discutido con Helena, así que hemos quedado.

(Lo de discutir con Helena es mentira, solo que Danny es gilipollas y ella lo conoce desde los tres años y no le cuela ninguna de sus milongas. Fin)

—Tío, la Helena está muy loca —y muerde su hamburguesa con un hambre lobuna—. Pero loca que te cagas. Se le va la chola mucho.

—Que llames a tu novia "la Helena" sí que es perder la "chola" —le contesto, mirándolo con una ceja arqueada y haciendo comillas con mis dedos—. En serio Danny, háztelo mirar tío.

—Bueno, tú ya me entiendes —y él me ignora deliberadamente—. Además, no me juzgues, porque al volver aquí siempre me gusta adoptar unas jergas más coloquiales. Que las echo en falta, tío.

Jergas coloquiales según Danny: hablar como un gitanico de barrio, de barrio.

(Insertar ahí palmaditas rumberas y musicalidad, por favor)

Jergas coloquiales según Danny: parecer un cani vestido como dice la Vogue.

Así que le digo que no. Que él está como una cabra, hace tonterías y dice gilipolleces. Y Helena no es una fan o una tipa cualquiera. Es Helena, amiga nuestra desde que íbamos a preescolar, persona que lo conoce de toda la vida y sabe cómo ponerle recto. Y punto. Y no hay más.

Y Danny me mira y suelta un bufido.

—Qué asco das a veces, tío. Nunca te pones de mi parte.

—Porque nunca tienes razón —le contesto, y me encojo de hombros. Y antes de que me diga nada, porque lo conozco demasiado, añado—: y si ni tú ni Helena tenéis razón, ella siempre tiene más que tú.

—Eres un cabrón.

Me termino mi hamburguesa de pollo y empiezo con las patatas. Danny ya se ha terminado sus dos Big Macs y ya va por el segundo paquete de patatas grande. Tengo la ligera impresión de que en dos horas estaremos haciendo cola en algún horno de mierda dedicado a los borrachos que transitan las calles a estas horas sólo para que el niño se compre algo porque tiene hambre.

Lo miro de reojo. Lo conozco de toda la vida y todavía no me acostumbro a su bestialidad a la hora de tragar como si de una trituradora de basura americana se tratase.

—Por cierto ¿qué tal tu viejo? Hace tiempo que no se de él.

Debo recalcar que mi padre odia a Danny y siempre ha opinado que la gente como él es equivalente a Satán y por su culpa el mundo está así de mal. Es que mi padre es muy de ideologías revolucionarias y Danny pues es muy rico. Y pasa lo que pasa.

—El otro día se encontró con mi madre en el Decathlon.

Danny me mira, abre mucho los ojos y yo intuyo que no sabe qué preguntarme primero: si qué coño pasó al haber tal colisión o qué cojones hacía mi madre en una tienda de deportes. Y yo, que me lo conozco, me adelanto y le comento:

—Mamá iba a comprarse botas de esas de montar a caballo. Que se va a apuntar a hípica.

Mi madre, que se cansa de todo a los dos días y que no soporta el olor a mierda de animal. Pero bueno, ella sabrá, es su dinero. Yo tengo mi pensión propia y mientras me ayude con los gastos de la universidad me importa más bien poco en qué invierte su capital.

—Y sobre lo otro bien. No discutieron, es un milagro de Cristo.

Danny abre la boca y yo siento una arcada monumental porque me acaba de dejar ver medio Big Mac aliñado con patatas fritas y ketchup todo batido. Pero qué desagradable, me cago en la puta.

Que mis padres no discutan es algo así como si un día, de repente y porque sí, la peña de Israel y la de Gaza se fueran de Rave juntos. Pero incluso más fuerte. Básicamente porque el conflicto de Gaza comparado con el odio que se tienen mis padres se queda en nada. Bueno, vale, no. Pero casi.

En fin, que Danny está flipando.

—¿Tu padre iba fumado?

Me lo pregunta porque sabe que mi padre le da a los porros más que un adolescente de quince años en la puerta de un colegio.

Y yo le digo:

—No.

—¿Y tu madre?

Mi madre ya no le da a los porros, lo dejó junto con sus años de intento fallido de bohemia veinteañera que tiene un hijo por ahí correteando.

—Tampoco.

Y Danny me mira fijamente y me dice, totalmente serio.

—Tío, no lo entiendo. ¿Qué coño les pasó?

Y yo tampoco lo entiendo. Porque vamos, si hay algo que odian más mis padres que verse, es encontrarse por casualidad en algún sitio. Básicamente porque mi madre no tiene el plan estratégico para maltratarlo psicológicamente pensado y mi padre no se ha hecho el escudo mental correspondiente para defenderse de sus injurias. Pero el otro día llega mi madre y me dice que lo ha visto, tan tranquila, como si nada.

Vamos, que manda huevos, le dije yo, porque llevan más de veinte años dando por el culo y ahora de risas. Y pensaría que es cosa de la senilidad pero es que mamá tiene cuarenta y uno y papá cuarenta y cinco, y es demasiado pronto. Vamos, que se ha quedado en una de esas cosas incomprensibles de la vida humana. Algo que nunca entenderé, porque apuesto lo que quieras a que la próxima vez volverán a intentar matarse, pero bueno.

Así que me encojo de hombros y le contesto a Danny:

—Ni puta idea, macho.

Y él pone cara de no entender y sigue comiendo.

Y aquí estamos, Danny y yo a las tres de la mañana, rodeados de bolsas del McDonalds. Él flipando en colores, yo cagándome de frío, los borrachos que vienen de fiesta al otro lado de la calle y un perro sin collar meándose delante de nosotros como si nada. Sentados en el parque de los bancos cutres como cuando teníamos quince años y no sabíamos qué cojones hacer un viernes por la noche.

Y como yo pensaba, al cabo del rato, después de liquidar toneladas de comida basura, Danny me dice:

—Tío, me he quedado con hambre.

Y ante el evidente caso omiso que hago a lo que acaba de decir, comienza a zarandearme haciendo alarde de los cinco años mentales que tiene y me insiste:

—Tío, vamos a comprar comida.

Y yo me cago en él. Por millonésima vez. Y maldigo el día en que me hice amigo suyo y me condené a noches de invierno a las tantas de la madrugada helado de frío en parques de mierda.

Y me repite:

—Va, vamos a un horno para borrachos.

Y me cago en él nuevamente.


La madre que lo parió

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