domingo, 13 de octubre de 2013

Si había alguien que le caía mal, ese era el padre Diego. Joel nunca había conocido a una persona tan sumamente desagradable como él, y podía asegurar que la antipatía era mutua. Ambos sentían la misma aversión el uno por el otro, y no trataban de disimularlo. Diego no se cortaba ni un pelo a la hora de intentar humillarlo, y Joel nunca había sido de los que se callaban una opinión, por más figura autoritaria que tuviese delante. Lo único que lo consolaba -o al menos no le hacía sentir totalmente solo ante las malas formas de aquel cretino-, era que, aunque podía ser muy duro con él, tampoco se alejaba mucho del trato que les daba al resto de sus alumnos.

Si Joel había quedado encantado con Luís, su fantástico jefe de estudios y profesor de inglés, que utilizaba su juventud para saber lidiar con los adolescentes y su madurez para llevarlos rectos con un nivel de pedagogía y psicología juvenil dignos de admirar, con Diego sólo había conseguido convencerse de que siempre que hay un blanco, tiene que existir un negro detrás.

Lo que más le molestaba es que Diego fuese el tutor de su grupo. Lo habían elegido a él, por supuesto, porque el profesor más duro siempre es el que debe encargarse del grupo más problemático. Y no había nadie menos indulgente que Diego Valldaura en todo el colegio, y seguramente tampoco existiría un tipo con tan malas pulgas en su diócesis, de eso Joel estaba totalmente seguro.

Y es que el muchacho podía traga fácilmente con aquel apego por las normas que tenía ese hombre, siempre recordando una y otra vez las directrices del centro, y advirtiendo de las represalias que tomaría si se enteraba de que alguno de sus alumnos no las cumplía a rajatabla. También era capaz de asimilar esa mente tan cuadriculada, que le impedía ser pragmático en muchas ocasiones, y que hacían de él un hombre de regio carácter y  humor tan retorcido como irascible. Lo de su beatismo exacerbado y su cumplimiento estricto de las normas eclesiásticas era algo que Joel consideraba exagerado dados los tiempos que corrían, pero tampoco podía hacerse el sorprendido dada la condición religiosa del hombre.

Lo que no podía tolerar, lo que realmente le sacaba de sus casillas, era aquella manía que tenía por humillar o hacer amago de ello a los alumnos que no le caían bien. De hecho, la mayoría de los alumnos eran de su total desagrado, los únicos que parecían serle menos insoportables eran aquellos con creencias religiosas que participaban activamente en las labores de la parroquia. Porque si alguno era creyente pero pasaba de plantificarse en misa, entonces le merecía el mismo trato que todos los demás. Eso propiciaba un ambiente lleno de desniveles, acusaciones injustas y ataques gratuitos por su parte. Y no lo aguantaba, de verdad que no. Joel se consideraba una persona tranquila y apaciguada, de los que no pierden los nervios con facilidad, pero las injusticias de aquel calibre le hacían hervir la sangre.

El padre Valldaura era un ser ruin y cruel, que miraba a todo el mundo por encima del hombro y que sólo sonreía de forma torcida y arrogante cuando conseguía alguno de sus macabros propósitos de humillación pública. Se lo podía tachar fácilmente de ególatra, y poseía un aire lánguido y elegante que lo hacía merecedor de un porte vagamente aristocrático, con el sentimiento de superioridad personal que eso conllevaba. No era viejo, de hecho no debía tener todavía los cuarenta, y aparentaba al menos cinco años menos de los que cargaba sobre sus espaldas, conservándose muy joven, con aquel tono de piel lechoso y algo acerado que caracterizaba a los que habían salido de un seminario.

Su pelo, abundante, de color del carbón y siempre peinado cuidadosamente hacia atrás, contrastaba con su tono de piel lívido, y le daba un aspecto algo mortecino, pero sin dejar a un lado la simetría de unas facciones rectas y afiladas, cuya disposición era la responsable de ese aspecto juvenil que conservaba pese a su edad, y que se agudizaban al adjuntarse con su figura exageradamente alta y esbelta, con una delgadez tan aguda que era capaz de marcar todos y cada uno de sus huesos. Sus gestos, hieráticos y carentes de sentimiento, se veían reforzados por la frialdad de unos ojos color miel, tan claros que casi parecían ambarinos.

A Joel se le asemejaba a un robot, como si aquel hombre en lugar de tener un cerebro de verdad estuviese provisto de un matojo de cables que controlaban sus movimientos y palabras, impidiéndole segregar sustancias que le adjudicasen compasión, empatía o amabilidad. Lo veía como un enemigo, alguien a quien debía enfrentarse por la propia supervivencia, y cada clase con él le suponía un auténtico suplicio.

El padre Diego, siempre tan pulcro, siempre tan apegado a las normas y recalcando constantemente la importancia de una moral obsoleta. Impartiendo con mano de hierro su ley allá por dónde iba, y amedrentándose sólo cuando un organismo superior le llamaba la atención lo suficientemente alto como para que su egocentrismo le dejase llegar las palabras a sus tímpanos. Ese hombre, tan joven y viejo al mismo tiempo, tan cruel e inteligente a partes iguales, era la representación viva de todo lo que a Joel le sacaba de quicio. Y desde el instante en que se vieron, desde aquel día en el que Diego lo miró como si él fuese una auténtica basura, y le dirigió unas escuetas palabras despectivas, el muchacho tuvo muy claro que si alguien iba a darle problemas en San Judas, ese iba a ser Valldaura.


Lo que aquel meapilas de tres al cuarto todavía no entendía, es que Joel podía llegar a ser tan pacífico como exasperante si se lo proponía. Y a una guerra psicológica era difícil que alguien le ganase, incluso si ese alguien era poco menos que un androide vestido de negro y con ojeras permanentes. 

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