Si había alguien que le caía mal, ese era el padre Diego.
Joel nunca había conocido a una persona tan sumamente desagradable como él, y
podía asegurar que la antipatía era mutua. Ambos sentían la misma aversión el
uno por el otro, y no trataban de disimularlo. Diego no se cortaba ni un pelo a
la hora de intentar humillarlo, y Joel nunca había sido de los que se callaban
una opinión, por más figura autoritaria que tuviese delante. Lo único que lo consolaba
-o al menos no le hacía sentir totalmente solo ante las malas formas de aquel
cretino-, era que, aunque podía ser muy duro con él, tampoco se alejaba mucho
del trato que les daba al resto de sus alumnos.
Si Joel había quedado encantado con Luís, su fantástico jefe
de estudios y profesor de inglés, que utilizaba su juventud para saber lidiar
con los adolescentes y su madurez para llevarlos rectos con un nivel de
pedagogía y psicología juvenil dignos de admirar, con Diego sólo había
conseguido convencerse de que siempre que hay un blanco, tiene que existir un
negro detrás.
Lo que más le molestaba es que Diego fuese el tutor de su
grupo. Lo habían elegido a él, por supuesto, porque el profesor más duro
siempre es el que debe encargarse del grupo más problemático. Y no había nadie
menos indulgente que Diego Valldaura en todo el colegio, y seguramente tampoco
existiría un tipo con tan malas pulgas en su diócesis, de eso Joel estaba
totalmente seguro.
Y es que el muchacho podía traga fácilmente con aquel apego
por las normas que tenía ese hombre, siempre recordando una y otra vez las
directrices del centro, y advirtiendo de las represalias que tomaría si se
enteraba de que alguno de sus alumnos no las cumplía a rajatabla. También era
capaz de asimilar esa mente tan cuadriculada, que le impedía ser pragmático en
muchas ocasiones, y que hacían de él un hombre de regio carácter y humor tan retorcido como irascible. Lo de su
beatismo exacerbado y su cumplimiento estricto de las normas eclesiásticas era
algo que Joel consideraba exagerado dados los tiempos que corrían, pero tampoco
podía hacerse el sorprendido dada la condición religiosa del hombre.
Lo que no podía tolerar, lo que realmente le sacaba de sus
casillas, era aquella manía que tenía por humillar o hacer amago de ello a los
alumnos que no le caían bien. De hecho, la mayoría de los alumnos eran de su
total desagrado, los únicos que parecían serle menos insoportables eran
aquellos con creencias religiosas que participaban activamente en las labores
de la parroquia. Porque si alguno era creyente pero pasaba de plantificarse en
misa, entonces le merecía el mismo trato que todos los demás. Eso propiciaba un
ambiente lleno de desniveles, acusaciones injustas y ataques gratuitos por su
parte. Y no lo aguantaba, de verdad que no. Joel se consideraba una persona
tranquila y apaciguada, de los que no pierden los nervios con facilidad, pero
las injusticias de aquel calibre le hacían hervir la sangre.
El padre Valldaura era un ser ruin y cruel, que miraba a
todo el mundo por encima del hombro y que sólo sonreía de forma torcida y
arrogante cuando conseguía alguno de sus macabros propósitos de humillación
pública. Se lo podía tachar fácilmente de ególatra, y poseía un aire lánguido y
elegante que lo hacía merecedor de un porte vagamente aristocrático, con el
sentimiento de superioridad personal que eso conllevaba. No era viejo, de hecho
no debía tener todavía los cuarenta, y aparentaba al menos cinco años menos de
los que cargaba sobre sus espaldas, conservándose muy joven, con aquel tono de
piel lechoso y algo acerado que caracterizaba a los que habían salido de un
seminario.
Su pelo, abundante, de color del carbón y siempre peinado
cuidadosamente hacia atrás, contrastaba con su tono de piel lívido, y le daba
un aspecto algo mortecino, pero sin dejar a un lado la simetría de unas
facciones rectas y afiladas, cuya disposición era la responsable de ese aspecto
juvenil que conservaba pese a su edad, y que se agudizaban al adjuntarse con su
figura exageradamente alta y esbelta, con una delgadez tan aguda que era capaz
de marcar todos y cada uno de sus huesos. Sus gestos, hieráticos y carentes de
sentimiento, se veían reforzados por la frialdad de unos ojos color miel, tan
claros que casi parecían ambarinos.
A Joel se le asemejaba a un robot, como si aquel hombre en
lugar de tener un cerebro de verdad estuviese provisto de un matojo de cables
que controlaban sus movimientos y palabras, impidiéndole segregar sustancias que
le adjudicasen compasión, empatía o amabilidad. Lo veía como un enemigo,
alguien a quien debía enfrentarse por la propia supervivencia, y cada clase con
él le suponía un auténtico suplicio.
El padre Diego, siempre tan pulcro, siempre tan apegado a
las normas y recalcando constantemente la importancia de una moral obsoleta.
Impartiendo con mano de hierro su ley allá por dónde iba, y amedrentándose sólo
cuando un organismo superior le llamaba la atención lo suficientemente alto
como para que su egocentrismo le dejase llegar las palabras a sus tímpanos. Ese
hombre, tan joven y viejo al mismo tiempo, tan cruel e inteligente a partes
iguales, era la representación viva de todo lo que a Joel le sacaba de quicio.
Y desde el instante en que se vieron, desde aquel día en el que Diego lo miró
como si él fuese una auténtica basura, y le dirigió unas escuetas palabras
despectivas, el muchacho tuvo muy claro que si alguien iba a darle problemas en
San Judas, ese iba a ser Valldaura.
Lo que aquel meapilas de tres al cuarto todavía no entendía,
es que Joel podía llegar a ser tan pacífico como exasperante si se lo proponía.
Y a una guerra psicológica era difícil que alguien le ganase, incluso si ese
alguien era poco menos que un androide vestido de negro y con ojeras permanentes.
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