miércoles, 16 de octubre de 2013

Cristina Sandoval era una mujer que rondaba la treintena. Había asistido a clase con Luís y con Sofía, pero así como esta última parecía diez años más joven de lo que era, Sandoval era una mujer cuyos dos partos habían hecho mella en sus facciones, provocándole unas incipientes arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios que le hacían aparentar algunos años más de los que tenía.

Con el pelo negro siempre recogido en un perfecto moño y unos grandes ojos verdes;  serios, amenazadores y desafiantes, Cristina podía considerarse una mujer atractiva, pero no guapa. Su estatura era más bien media y pese a los gajes de la maternidad conservaba una figura esbelta, siempre adornada con ropa cómoda y sport, perfecta para sus labores de ama de casa, esposa, madre, presidenta del AMPA del San Judas, colaboradora activa de la parroquia y profesora de religión en el colegio que la crió.

Porque Cristina Sandoval, entre otras cosas, era una mujer más papista que el Papa; católica hasta la médula y con unas ideas tan retrógradas como arcaica era su moral. Sobra decir que, pese a su carrera de derecho tirada al traste después del matrimonio, Cristina se dedicaba enteramente al colegio que le regaló una educación durante su niñez y adolescencia, y todo el mundo la temía por la severidad de sus represalias cuando a conductas indecentes se refería.

Dama de hierro, como la Thatcher, Cristina tenía prácticamente el control entero de las decisiones escolares como presidenta y administradora del AMPA, y gracias a sus ideas retrógradas y derechistas ejercía su potestad sobre los alumnos como una vara de metal que no dudaba en aplastar contra cualquier insurgente.

Nadie la aguantaba, por descontado, y menos desde que hacía algunos años había comenzado a ejercer como profesora de religión en la ESO y primero de Bachillerato. Sus clases eran soporíferas, y resultaba más chapada a la antigua que los propios curas. Trataba la sexualidad como si fuese algo fruto del diablo, resultaba increíblemente machista  y alegaba que la culpa del pecado, usualmente, la tenían las mujeres que no sabían controlar sus formas o no comprendían en qué lugar estaba su sitio.

El único que la aguantaba era el padre Diego. Y Cristina Sandoval, casada y beata, babeaba como una colegiala hormonada cada vez que lo tenía cerca. Él, por supuesto, nunca dejó entrever que se percatase de aquellas insinuaciones por parte de la mujer, pero cualquiera que tuviese ojos en la cara podía percatarse de los penosos y patéticos intentos de aquella reprimida por acercarse a un hombre que estaba tan fuera de su alcance como el sexo de su disfrute.

Cristina Sandoval había sido la primera en oponerse a que Joel se incorporase al San Judas, y más a sabiendas de que se integraría en el fatídico Grupo A, una clase que, según ella, estaba llena de descreídos insolentes que deberían estar pudriéndose en algún público laico. Pero a Joel poco le afectaba lo que aquella mujer tuviese que decir, y menos desde que Sofía había aparecido en escena, como una superheroína al rescate.

Sofía y Cristina, antiguas compañeras de clase, tenían una enemistad que se remontaba a tiempos de niñez, y que saltaba a la vista nada más cruzaban sus miradas.

Sofía, más alta que ella, con un aspecto mucho más juvenil y aquella hermosura endemoniada que hacía de ella la atracción de todas las miradas, no tenía más que observar de hito en hito a su antigua compañera para hacer que esta se encogiera sobre sí misma, dejando toda esa soberbia que se gastaba a un lado y reduciéndose a la nada.

Era increíble el efecto que causaba Sofía en Cristina. Cuando la segunda siempre había andado como si tuviese el mundo en sus manos, abusando de su poder y malmetiendo con su lengua viperina, no era capaz de contrarrestar la magnificencia de Sofía, que se imponía sobre ella como el recordatorio de quien siempre ha sido vencedor sobre el vendido. De David contra Goliat.

Cristina envidiaba a Sofía, y eso también se notaba en sus facciones cuando la veía.

La envidiaba porque era rica, poderosa y dueña de un imperio que la dotaba de una libertad para hacer lo que quisiera. La envidiaba porque todos los hombres se volteaban a mirarla cuando ella pasaba por delante, aunque fuese de lo más recatada. La envidiaba porque, aunque siempre había sido una alumna pésima en cuanto a conducta, los profesores siempre adoraron a Sofía y nunca a ella. Porque todo el mundo la tuvo en su día como una líder pese a lo irresponsable que podía ser. Porque el padre Lorenzo, aunque Sofía fuese una descreída, la trató como si de su hija se tratase desde un principio. Y porque representaba todos los pecados capitales excepto el de la envidia, porque no tenía nada que envidiarle a nadie. Irónicamente, era Cristina la que la envidiaba y la odiaba, porque Sofía era todo lo que ella hubiese querido ser, y porque cualquiera que la escuchaba hablar terminaba con la boca abierta de admiración, mientras que ella apretaba los puños y tensaba sus mandíbulas, rabiosa por no poder nunca ser dueña de todos aquellos halagos.

Joel le preguntó una vez a Sofía cómo lograba que Cristina Sandoval bajase de aquel pedestal en el que se creía expuesta, zambulléndola de lleno en el fango. Cómo conseguía con tan solo una mirada o un gesto de desdén lo que tantos otros que sufrían los abusos de aquella loca querrían lograr.

Sofía, sonriente y resplandeciente, tan hermosa como siempre, le contestó con una pizca de malicia propia de las mujeres como ella.

Porque toda lagarta sabe reconocer la superioridad de una víbora. Y toda víbora sabe que puede zamparse a una lagarta con sólo un mordisco.


Y Joel entendió, de una forma algo extraña, que más vale diablo por mujer que por viejo o por diablo. 

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