Salmones y astronautas
Saúl Ochoa de Ondategui y Babineaux
Agosto de 1993
Mi tío Robert siempre dice que los copos de
nieve son distintos los unos a los otros, al igual que las gotas de agua. Dice
que si los ves a simple vista pueden parecerte idénticos, pero que si los
observas con atención, si miras más allá de tus narices, puedes apreciar las
diferencias, algunas sutiles y otras abismales. Por eso, supongo, accedí a
visitar al abuelo Fabio cuando mi tío me lo pidió.
Nunca he tenido especial relación con ninguna
de mis dos familias. En el mar de tiburones que es mi mundo, tanto los Ochoa de
Ondategui como los Babineaux pueden considerarse dos especies que han firmado
la paz, pero no por ello tienen que convivir en sociedad. Los tiburones nadan
solos a fin de cuentas. Lo que sí que puedo decir es que siempre he visto más a
la familia de mi padre, la de mi madre, al no tener ningún miembro español
aparte de mí, es una tribu lejana, de esas que solo conoces por fotografías o
anécdotas puntuales.
La última vez que había visto a mi abuelo Fabio
fue hace como tres años, en unas navidades, y desde entonces nada.
Lo cierto es que la idea de ir a verlo no es
algo que me entusiasmase en un principio, pero después de escuchar a mi tío
Robert decidí que no podía ser tan hipócrita de prejuzgar a mi abuelo así como
así, solo porque hubiese contribuido al nacimiento y crianza de la bruja de mi
madre, que tal vez encontraba cosas en él que me resultaban incluso agradables,
así que finalmente me he venido a Italia.
El abuelo Fabio siempre me ha dado algo de mal
rollo, tiene un aire a Robert De Niro, pero es como un De Niro envejecido,
imagina que De Niro tiene como veinte o treinta años más y tendrás a mi abuelo.
Tampoco está tan delgado como De Niro, porque con la edad ha ganado peso y todo
el rollo, pero te puedes hacer una idea de a qué me refiero. Además, tiene el
toque ese de italiano medio mafioso que le dan a De Niro en todas las pelis que
hace con Scorsese, como en la de Casino o Goodfellas, y cuando
era más pequeño me intimidaba un montón porque pensaba que era algún capo de la
mafia o algo parecido. Además, como vive en Sicilia…
Pero lo cierto es que me he sorprendido
gratamente durante estas semanas que llevo viviendo con él. Según me ha contado
Carola, la criada, mi abuelo se siente bastante solo desde que enviudó hace
unos años, y mi madre tampoco es que se pase mucho por aquí.
Carola dice que mi madre y mi abuelo son
igualitos en cuanto a carácter, y por eso no se pueden ni ver, ni han podido
tratarse nunca. Yo no estoy de acuerdo con Carola, porque el abuelo no tiene
nada que ver con la zorra pelirroja. Mie abuelo es un tío legal, le gusta
levantarse temprano para dar un paseo por sus viñedos y luego bajar al pueblo a
tomarse un vino de aperitivo, por las tardes va a pescar y por las noches se
queda leyendo en el porche hasta la una o así. Es un hombre sencillo, aunque
tenga la villa más grande de la provincia y siempre vista de punta en blanco.
Pero es muy tranquilo y no grita, ni se comporta como un cabronazo sin corazón,
ni mira a la gente por encima del hombro ni nada. Así que no le veo ningún
parecido con mi madre.
Además, pese a todo, no parece cabreado por el
hecho de que me fuese de caso. Es más, dice que lo entiende perfectamente.
Carola puede decir lo que le de la gana, pero
creo que no tiene ni puta idea.
La verdad es que hoy no tengo un día demasiado
bueno. Ayer por la noche me llamó César y me contó las buenas nuevas, que son
más malas que otra cosa. Al parecer, la inútil de Catalina va a tirarse de
cabeza a una relación de mierda, con un tío al que le pegué una paliza por cabrón.
Las mujeres son así de raras: cuando las tratas mal se te pegan como lapas, y
cuando cometes el error de ser de puta madre con ellas pasan de ti. A veces
creo que las han educado fatal. A mí siempre me ha sucedido que cuanto más
pasaba de una tía, esta se me acercaba el doble. Una mierda, vamos.
A veces, sinceramente, pienso que algunas tías
no tienen amor propio. Y yo lo siento mucho, pero no pude gustarme una persona
que no se quiere a sí misma por encima de las demás. Supongo que por eso nunca
termino de cuajar con ninguna chica, porque al final siempre terminan por
tenerme una especie de adoración que me resulta repugnante. Yo paso de ellas y
ellas me adoran, menuda mierda de todo. Algunos tíos ven eso como algo guay,
pero yo lo encuentro un coñazo, sinceramente. Para follar bien, pero para pasar
tiempo con ellas un suplicio.
El tema es que cuando ese tipo de cosas las
hacen tus amigas es distinto. Lina es lo más cercano a una amiga que tengo.
Aunque discutamos a menudo y tengamos ideas muy opuestas en algunas formas de
ver la vida, la verdad es que le he pillado cariño a la enana de mierda esa. Y
que otras tías se pongan en evidencia me la suda, pero que lo haga una a la que
le tengo cariño no sexual es una mierda.
Me cabrea, joder, porque Lina es muy lista pero
con ese mamón se le va demasiado la cabeza. Espero que al final se quede en una
falsa alarma, porque yo a ese capullo en la misma mesa que yo no lo quiero.
Le doy un sorbo al café y dejo la taza sobre la
mesa, enfurruñado.
Todas las mañanas me encanta salir al porche a
desayunar, hay unas vistas increíbles desde aquí y llega una brisa marina
cojonuda, pero con el disgusto que me dio César ayer no hay quien coma de buena
gana, manda cojones.
—¿Una maña noche?
Me sobresalto al escuchar a esa voz grave
hablando en italiano.
Mi abuelo acaba de salir, apoyado en su bastón
y vestido de domingo. Él siempre se pone un traje blanco los domingos. Se
sienta frente a mí en la mesa, sin dejar de mirarme, y se acomoda la silla para
quedar bien parado.
La verdad es que mi abuelo y yo tenemos un aire
físicamente hablando, aunque he sacado la altura de los Ochoa de Ondategui y también
sus ojos.
—No, la noche bien —le contestó, evasivo—. Malas noticias, mejor dicho.
Con mi abuelo estoy practicando un montón de
italiano. La zorra pelirroja siempre me llevó a clases, pero nunca me había defendido
con tanta soltura como ahora.
Mi abuelo coge la cafetera y se sirve él mismo
el café. Carola dice que desde que se rompió la cadera hace como dos años no
permite que nadie le sirva en exceso, como si quisiera demostrar constantemente
que no está impedido. Mi abuelo es un cabezota de narices, testarudo como él
solo. Supongo que eso lo he sacado de él, porque yo también me las traigo en
ese sentido. A orgulloso ya te digo yo que no me gana nadie.
—¿Es por tu amigo? ¿El que llamó ayer?
—Sí —respondo, mirando fijamente a mi taza de
café—. Mierdas nuestras. Bueno, nuestras no,
de una amiga y eso, que está tonta.
El sonido de la cucharilla de metal retumbar
contra la cerámica de la taza llama mi atención y hace que mire a mi abuelo,
que me observa con ojos divertidos.
—Para los chicos de hoy todo parece un
drama —comenta con bastante guasa—. En mi época, un drama era no tener con qué calzarte o dar de
comer a cinco personas con dos patatas y una zanahoria.
—¿Pero qué dices de tu época, abuelo? Si
tú podrías comprar media Sicilia.
Me mira durante un rato, algo que consigue
cohibirme. Tiene una mirada muy profunda, de esas que parecen estar haciéndote
rayos-x constantemente.
—Veo que a tu madre le sigue encantando
aparentar, ¿eh? —sonríe, divertido—. Ella siempre ha sido así. La verdad es que he de reconocerle el
mérito, llega incluso a creerse sus propias mentiras, chico.
—¿A qué te refieres?
—Yo comencé en los astilleros —me explica—, mi familia no tenía dónde caerse
muerta. Pero siempre he sido ambicioso, cabezota y los he tenido bien puestos,
qué narices. Al final me hice con mi propia naviera, pero eso no fue hasta que
ya tenía yo mis treinta años. A tu madre le encanta aparentar que tiene sangre
aristócrata, por eso se casó con tu padre, me temo, pero nada más lejos de la
realidad. Así que ya lo sabes, eres de clase social mestiza, tendrás que vivir
con ello.
Joder, estoy flipando muy fuerte.
Mi madre siempre iba por ahí presumiendo de los
negocios de su familia, poniéndolos a todos en un pedestal y creyéndose la
mismísima Cleopatra de la clase alta, saber que mi abuelo salió de la nada es
algo que no me esperaba en absoluto.
Tal vez mi tío Robert se refería a esto cuando
me habló de que nada es lo que parece a simple vista, y creo que ya sé por qué
me insistió tanto en que viniese aquí. Mi abuelo es toda una caja de sorpresas,
sin duda.
Vaya tela, en serio, ahora mismo estoy que no
sé. Joder.
—Pero mamá siempre ha dicho que los
Babineaux veníais de los primeros comerciantes industriales del sur de Francia.
—Bueno, mi padre era de Niza, sí —asintió—, pero se mudó a Italia cuando era muy
joven para encontrar trabajo en la costa, y allí conoció a mi madre. Yo soy
italiano de nacimiento, aunque luego me sacase la doble nacionalidad. Tu madre
es como tu abuela en ese sentido, a Michelle también le encantaba fingir que yo
siempre había tenido un panteón familiar para cuando muriese, pero la verdad es
que si no hubiese tenido suspicacia ahora mismo tendrían que tirarme por ahí si
estirase la pata.
—Abuelo no hables de esas cosas, joder —e reprocho, me da muy mal rollo hablar de la muerte, es como muy
chungo y eso.
Él suelta una carcajada, parece que se está
divirtiendo de lo lindo con toda la conversación. La verdad es que no me mola
nada que se ría en mi cara, tengo la sensación de que se mofa de mí y eso me
fastidia.
Frunzo el ceño y hago un mohín.
—Saúl, venga, no seas tan cascarrabias —me pide—. Siempre estás igual, niño, a la mínima
te enfadas. Así no llegarás a nada; te enfurruñas por tus amigos, te enfurruñas
por una bromita de nada… ¿Qué harás cuando se te complique la vida de verdad,
eh?
—Pues pagarle a alguien para que deshaga
el enredo —le contesto, mirándolo de nuevo y
encogiéndome de hombros.
El rostro de mi abuelo se ensombrece de
repente. Baja la mirada y toma aire con pesadumbre.
—Si hicieses eso de verdad, hijo, me
decepcionarías muchísimo.
Lo miro sin entender, y él parece tomarse ese
gesto como un aliciente para seguir.
—Saúl, a mí nadie me ha sacado nunca las
castañas del fuego, ni cuando he sido pobre ni cuando he tenido dinero —me mira con esos ojos de mafioso capaz de sacar información a las
entrañas—. Uno tiene que aprender a valerse por sí
mismo, sin ayuda de nadie. Porque, ¿sabes? Hay algunas cosas que no se arreglan
con dinero, y que son capaces de destruirnos totalmente, y si no sabes
plantarle cara a la vida sin escudarte en ayudas externas, entonces el día en
que esas cosas de las que te hablo lleguen te destrozarán por completo.
Acuérdate de lo que te digo, porque algún día me darás la razón.
La verdad es que tampoco he dicho muy en serio
lo de pagar para que me ayuden. O sea, yo no soy tan así. El dinero va bien y
apaña muchas cosas que sin él son difíciles de saldar, pero yo siempre he
sabido moverme por la vida. Si alguien se mete conmigo lo paga y si algún mamón
toca a mis amigos le reviento. No es como si fuese un inútil ni nada por el
estilo.
—Era una broma, abuelo —le aseguro.
—Lo sé —responde él—, pero tengo la sensación de que hay
algunas cosas que todavía no sabes y que te harán falta en el futuro.
No sé qué es lo que quiere decir, la verdad. Él
siempre habla en plan críptico, como si fuese Yoda pero sin alterar la
estructura de las oraciones. Lo que quiero decir es que mi abuelo se las da
mucho de sabio que ha vivido un montón. Antes lo tomaba un poco a broma, pero
ahora que conozco el secreto familiar entiendo lo que hace, porque si ha vivido
una vida tan llena de cambios tiene que tener conocimiento de causa seguro.
Vamos, es que es de lógica.
—Voy a decirle a Carola que prepare la
caña de pescar, que hoy hace bueno —anuncia, y se levanta de la mesa con
cuidado.
Mi abuelo se dirige hacia la puerta de entrada
de la casa, pero entonces una idea surca mi mente y me veo obligado a
detenerlo.
—Oye —lo llamo.
Él se gira, mirándome con curiosidad. Yo apretó
los labios.
—¿Por qué la gente, muchas veces, se
empeña en hacer cosas que sabe que van a joderle? —pregunto, pensando en Lina y en su situación con el francés.
Los ojos de mi abuelo chispean con malicia.
—¿Nunca has escuchado eso de que el ser
humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra? —asiento, y él me enseña sus dientes en una sonría—. Pus yo te digo que es capaz de hacerlo hasta un centenar si no se
fija, mira tú por dónde.
—¿Pero y si ve la piedra? —le insisto—. ¿Y si sabe que está ahí y que va a tropezarse
pero aun así avanza hacia ella? ¿Por qué hay personas que se humillan una y
otra vez aunque sepan que eso no puede terminar bien? No lo entiendo, abuelo, y
me cabrea mucho.
—¿Esto tiene algo que ver con tu mal humor
de hoy?
Me encojo en la silla, algo avergonzado.
—Bueno, sí, pero…
—Saúl
—mi abuelo se voltea del todo y coloca sus
dos manos sobre el bastón, descargando el peso de su cuerpo en él y mirándome
con un gesto paternal que sólo él y mi tío Robert me han dirigido a lo largo de
mi vida—. ¿Alguna vez te han hablado de los
salmones? Son unos peces fascinantes, ¿sabes? Verás, los salmones son peces que
se empeñan en nadar a contracorriente con el único fin de perder la vida en la
tarea reproductiva. Su vida consiste en eso, en nadar hacia arriba para después
morir, desafiando una y otra vez a las leyes de la naturaleza para llegar,
poner sus huevos e irse al otro barrio. A veces pienso que los seres humanos
somos un poco así, ¿sabes? Cabezotas sin remedio que nos empeñarnos en
torturarnos una y otra vez hasta que conseguimos lo que deseamos o morimos
intentando alcanzarlo. Sé que tú todavía no puedes comprenderlo, pero algún día
entenderás que todos soñamos con tocar alguna vez la luna, y que para ello es
necesario sacrificar unos cuantos cohetes y algún que otro astronauta. Porque
mientras una misión espacial salga bien o uno de todos esos salmones termine
llegando a lo alto del río, el resto mantendrá la esperanza de que es posible,
de que no es un mito, e intentarán con todas sus fuerzas que la excepción
confirme la regla. Las personas a veces tenemos cerebro de pez y temeridad de
astronauta.
—¿Y tú no crees que perseguir imposibles es
algo inútil? —susurró, en un hilo de voz.
Mi abuelo suelta una tremenda risotada.
—Si yo no hubiese subido río arriba para
intentar alcanzar la luna, tú ahora mismo no existirías, hijo.
Mi abuelo se va, y yo lo observo mientras se
aleja, dejándome un poco tocado.
La verdad es que entiendo lo que me ha dicho y
sé que es así, pro yo no cometeré el mismo error. Yo nunca iré contracorriente,
mientras el cauce diezma mis fuerzas y mi vida. Yo encontraré la manera de
hacerme a un lado e ir por el camino fácil, cueste lo que cueste.
Yo no voy a darme de hostias como todos los
demás.
Yo voy a romper ese mito tan estúpido, ya lo
verás: seré el oso que se come a los salmones y el astronauta que capitanea la misión a la luna cuando
otros tantos ya han muerto por él.
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