Joel nunca pensó que tendría algo en común con
el padre Diego, la sola idea de compartir algo con él le producía náuseas, y
siempre se alegró mucho de poseer unos ideales y una personalidad tan opuesta a
la de ese amargado enfundado en negro y de mirada altiva. Así que cuando
descubrió que ambos coincidían en un punto, al muchacho se le revolvieron
bastante las tripas. Quizás era resistencia a ver algún tipo de similitud en
una persona a la que detestaba tanto, o puede que no fuese más que mera
rebeldía adolescente, esa que por inercia obliga a odiar lo que aman aquellos a
los que no soportamos, pero el caso es que le decepcionó muchísimo percatarse
de que ambos tenían una profunda animadversión por la misma persona.
Patricia Bosch se hacía llamar Cía, y si no le
llamabas así no te contestaba o sencillamente te soltaba algún comentario
socarrón para que te enterases bien de que a ella no le gustaba nada su nombre,
y solo obedecía a su diminutivo. Altanera, orgullosa y con un carácter de los
mil demonios, Cía pertenecía a ese grupo de personas capaces de infringir miedo
chasqueando los dedos, y de domar a las fieras con una sola mirada. Sus ojos,
afilados y siempre avizor, emanaban un brillo verdoso que nunca auguraba nada
bueno y siempre prometía las mil maldades.
A Joel le caía mal porque no soportaba a las
personas tan prepotentes, que observaban a todo el mundo con gesto de
perdonavidas y que se pavoneaban de acá para allá luciendo unas plumas
imaginarias que todo el mundo debía contemplar ensimismado. Cía era así, se
sentía la reina de todo lo que le rodeaba y no acataba un pero ni un reproche.
Si alguien osaba meterse con ella, la chica no dudaba en devolvérsela con
intereses, asegurándose de dejar clara una autoridad que ella misma se había atribuido.
A Joel le ponía verdaderamente nervioso que siempre tuviese la mala costumbre
de contestar a todo sin que le hubiesen preguntado nada, protestar por
cualquier tontería y pretender tener siempre la última palabra. Era ruidosa,
escandalosa y chillona. Se pasaba la vida metiéndose en follones y armando
barullo en clase, y cuando alguien se quejaba sonreía con aquella cara
angelical y los mandaba a todos a fregar. Era justo lo opuesto a su carácter, y
por eso mismo no la podía tolerar.
El padre Diego, por supuesto, la detestaba por
otras razones más simples. Él era el tutor del peor grupo que había en el
colegio, de aquel que resultaba más indomable y difícil de llevar, y Cía era la
líder de los alumnos más irreverentes de aquella clase. La muchacha no tenía ningún
respeto por la autoridad, y solía entrar y salir del aula como Pedro por su
casa. No pedía perdón y tampoco permiso, y si algún profesor le echaba la
bronca ella saltaba porque a chulería no le ganaba nadie. Cía era el prototipo
de adolescente indisciplinada y con ganas de bronca, casi de manual. Era
popular entre sus compañeras, codiciada entre sus compañeros y respetada por el
alumnado en general. Además, era la alumna favorita de Luís, y todos sabían que
si había alguien a quien Diego detestaba dentro del San Judas era a ese hombre,
al que no dudaba en intentar humillar siempre que podía.
Joel no comprendía por qué Luís, un tipo tan fantástico
y admirable, podía tenerle tanto aprecio a una maleducada como Cía. No le
entraba en la cabeza. Era como si el mundo se hubiese invertido: ahora él tenía
algo en común con el padre Diego, incluso sentía impulsos de apoyarlo cuando
regañaba a aquella impresentable, y discernía totalmente con la opinión de
Luís, el tipo al que admiraba desde que había llegado al centro y que le
parecía todo un ejemplo a seguir.
Pero la gota que colmó el vaso fue Sofía.
Aquella mañana, cuando Sofía fue al colegio a
arreglar algunos trámites y se cruzó con Cía, los ojos se le iluminaron de
repente, como si acabase de hacer un hallazgo de gran envergadura. Joel no lo
comprendía, no podía entender cómo a Sofía también le había caído en gracia esa
chica. Y se lo hizo saber, delante de Luís y todo, le dijo lo que pensaba de
Cía y que no podía ser que a ellos les hiciese tanta gracia toda aquella
tontería. Que las bromas de esa chica eran propias de alguien que no ha
recibido la suficiente educación, y que no le veía lo cómico por ninguna parte.
Sofía suspiró, con el aliento teñido de
nostalgia y los ojos pintados de melancolía observando los pasillos del colegio
que la vio crecer. Se giró hacia Joel y luego posó su vista en Luís,
dirigiéndole una mirada cómplice que solo unos amigos como ellos podían
descifrar.
—Deberías moderarte un poco, se te ve
mucho el plumero —le dijo la mujer a su amigo, sonriendo
con malicia.
Luís se encogió de hombros y soltó un tremendo
suspiro.
—Soy un sentimental, Sof, ya me conoces.
La mujer ahogó una risita y agitó la cabeza.
Joel no entendía nada, porque ellos no
transcribían aquel lenguaje tan personal que compartían. Cuando Sofía se dio
cuenta de la confusión del chico, se limitó a dirigirle su atención y mirarlo
con resignación.
—¿Qué quieres que te diga, cielo? —chasqueó la lengua, sin dejar de sonreír—. Yo me adoro sobre todas las cosas de este mundo, y Luís me quiere
como si fuese su hermana pequeña. Si tu compañera tiene un carácter tan
parecido al mío a su edad, es normal que él se decante por ella y que a mí me
caiga en gracia.
—Pues menuda gilipollas estabas hecha
entonces.
Joel miró a Sofía, temiendo su reacción, pero
en sus ojos solo encontró la tristeza del tiempo que pasa y no vuelve, los
recuerdos de una época que ya no volverá. Hubo algo extraño en sus ojos cuando
él le dijo aquello, algo que distaba mucho de la ofensa. Su brillo se apagó de
repente, sus pupilas se quedaron opacas, y Joel supo entonces que a veces,
nuestras sombras reaparecen para recordarnos que el pasado siempre vuelve.
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