Así como Diego no soportaba a Luís, su trato con Sofía
tampoco era especialmente halagüeño. No había que ser muy listo para darse
cuenta de que ambos no se gustaban, ni tampoco parecían tragarse. Joel los
había visto interactuar en pocas ocasiones, pero aun así eran las suficientes
para concluir que no se inspiraban ningún tipo de simpatía. Tampoco era de
extrañar, pues Diego representaba todo aquello contra lo que Sofía luchaba y
Sofía encarnaba todo lo malo que la Biblia pudo verle alguna vez a la mujer.
Así que su enemistad era algo que incluso podía considerarse una obviedad, algo
que no dejaba duda alguna, incluso sin haber presenciado una conversación entre
ambos.
No obstante, aunque saltase a la vista que ambos preferirían
no tener que cruzarse con el otro, cuando se encontraban solían fingir una
cierta cordialidad, una corrección en el trato protocolaria para guardar las
formas ante el público. Y cuando discutían tampoco lo hacían de forma
excesivamente acalorada, sino que ambos se limitaban a soltarse alguna que otra
frase cargada de dobles sentidos malintencionados. Era más bien una guerra fría
que una contienda con todas las de la ley, pero Joel sabía que en todas las
guerras de ese tipo siempre hay una probabilidad de que cualquier detonante
inicie el lanzamiento de misiles, y aquella tarde pensó que ese momento había llegado.
Diego había castigado a Joel injustamente, como el muchacho
se esforzaba en defender a Gracia Sandoval de los ataques de sus compañeros, el
grupo de Cía se había rebotado y uno de los chicos, Samuel, decidió gastarle
una pequeña broma a su profesor de filosofía echándole las culpas a Joel. Como
Diego tenía una especie de fijación enfermiza en el muchacho, y todos los
alumnos se habían compinchado para echarle las culpas, por más que Joel
insistió en su inocencia el sacerdote no le creyó, y lo condenó a una tarde de
castigo en el aula sin pensárselo dos veces.
Cuando Joel le comentó aquello a Sofía, con la que había
quedado esa misma tarde, la mujer no tardó en aparecer por el colegio exigiendo
explicaciones.
En el momento en que Joel vio aparecer a Sofía se sintió dividido.
Por un lado, el augurio de un final catastrófico se hizo más fuerte que nunca,
como si estuviese seguro de que tras la charla que ella y Diego tendrían fuese
a ocurrir algún tipo de catástrofe. Por el otro, experimentó una sensación de
alivio que jamás había albergado. Durante años, Joel miró con cierta melancolía
a los muchachos de su edad que se ocultaban tras las faldas de sus padres, los
cuales daban la cara por ellos y los defendían a capa y espada. Él nunca había
tenido nada de eso, y a veces veía a Sofía como una hermana mayor que lo
intentaba proteger de una vida a la que él, desgraciadamente, ya estaba más que
acostumbrado.
—Lo tuyo con Joel es algo personal, no intentes
disimularlo —acusó Sofía, clavando sus grandes ojos azules
en la figura lánguida de Diego.
El cura la observó de hito en hito, analizando al enemigo
con minuciosidad. Los tres se hallaban en el aula que pertenecía al grupo de
Joel, y este se encontraba sentado en uno de los pupitres de la primera fila,
mientras los dos adultos permanecían en pie, el uno frente a la otra.
Diego era un hombre realmente alto, pero Sofía no se quedaba
atrás, y con aquellos tacones se acercaba mucho a su altura. Era como un duelo
de titanes, una pelea entre los dioses más importantes del cosmos. La mítica
batalla entre el ying y el yang.
De ahí no iba a salir nada bueno.
—Joel es mi alumno —respondió Diego,
manteniendo la compostura—. Si un alumno mío hace algo
mal, entonces es mi deber castigarlo para que aprenda la lección. En cambio,
ese muchacho no es nada tuyo, y que lo defiendas a capa y espada sí que es una
muestra de tu inclinación positiva hacia él, un favoritismo más que evidente,
me temo.
Cada vez que uno hablaba y el otro contestaba, los dos se
quedaban en silencio, colmando la estancia de una tensión tan intensa que era capaz
de palparse con los dedos, o incluso de verse si se agudizaba lo suficiente la
mirada. Sofía respiraba con intensidad, parecía reprimir sus ganas de
estrangularlo, pero aun así e mantenía firme, con las manos sobre sus caderas y
la frente bien alta, tan majestuosa como siempre.
—Él me ha explicado que su compañeros lo
estaban fastidiando —le informó—, si en lugar de tenerlo entre
ceja y ceja vieses un poco más allá de tus narices, entonces tal vez te habrías
dado cuenta y no estarían pagando justos por pecadores.
Diego curvó sus labios en una media sonrisa desdeñosa.
—Cómo te gusta soltar blasfemias en tu
beneficio —siseó, juntando sus cejas—.
Por más que la mona se vista de seda, mona se queda. Me temo que ese dicho en
ti también es aplicable. Ya me contó Cristina el numerito que protagonizaste
durante la reunión del AMPA, debería darte vergüenza.
—¿El qué? —Sofía enarcó una ceja—.
¿Haber dejado por los suelos a esa frígida o haber demostrado una vez más que
puedo con todos vosotros?
Diego la fulminó con la mirada.
—Seguir comportándote como una niña malcriada,
eso es lo que debería darte vergüenza —le espetó, había un deje de
hostilidad en su voz. Joel notó que comenzaba a irritarse—.
No sé qué pretendes con todo esto, ni tampoco de qué forma te has ganado el
beneplácito de monseñor Lorenzo para que te deje campar a tus anchas por el
centro, pero no voy a dejar que hagas y deshagas a tu antojo, ya he informado
al Arzobispo de que se están cometiendo una serie de irregularidades en el
colegio y vendrá la semana que viene para verlo por sí mismo. Cristina y yo no
vamos a dejar que sigas llevándonos a la ruina.
Sofía se cruzó de brazos y sacó pecho, como los animales que
se preparan para pelear por su territorio. Joel observaba aquello como si se
tratase de un documental y ellos fuesen los alfa de sus respectivas manadas
disputándose el territorio salvaje. Sofía era el peso pesado de un bando, y
Diego el mejor titular del otro, eran los únicos que podían dar la orden de
desatar armas nucleares, y el muchacho comenzaba a arrepentirse de haberle ido
con el cuento a Sofía en lugar de decirle cualquier cosa para eludir su
compromiso con ella esa tarde.
La mujer sonrió, con aquella expresión de superioridad tan
suya. Con sus dientes blancos y perfectos, y sus labios rojos y carnosos.
—¿Sabes, Diego? Siempre me pregunto si detrás
de ese atuendo negro y esa biblia de bolsillo serías en realidad la persona
inteligente que pareces ser, pero luego te resbalas de forma muy patética y yo
recuerdo que no dejas de ser tan inútil como cualquiera de los tuyos —se
choteó, ensanchando su sonrisa otorgándole un deje malicioso—.
Joel, atiende, porque hoy vas a aprender algo muy importante.
El muchacho miró a Sofía, que le dedicó un gesto amable
justo antes de voltearse nuevamente a Diego y ponerse seria.
—Solo hay una cosa que un alto cargo de la
Iglesia quiera más que a su Dios, su iglesia y su moral cristiana —aseguró,
ladeando después una sonrisa—, ese algo se llama dinero, y si
el dinero es el caballero más poderoso del reino, yo soy la emperatriz de su
imperio. Así que llama a quién te dé la gana, pero mientras yo sea quien soy,
nadie podrá darme un no por respuesta.
—La soberbia es el peor de los pecados
capitales, Sofía.
—Y a mí me encantan todos excepto uno —repuso
la mujer con soficiencia—. La envidia os la dejo a ti y a
ese intento fallido de zorra reprimida que pagaría por poder chupártela.
Las facciones delgadas y afiladas de Diego se tensaron en
una mueca de indignación tal que Joel tuvo que reprimiré la sonrisa que
amenazaba con pintarse en su rostro. Miró a Sofía con admiración, observándola
como si se tratase de una superheroína. Aunque el muchacho había presenciado
infinidad de discusiones entre Luís y Diego, jamás había visto a nadie hablarle
al cura con unas palabras tan directas y crudas. Sofía era valiente, y Joel comenzaba
a verla como un modelo a seguir en el futuro.
—Pensé que con los años te habrías lavado la
boca con jabón, pero ya veo que sigues teniendo la misma lengua repugnante y
ponzoñosa de siempre.
—Y yo también imaginaba que con tanto avance
científico le habrías hecho algo a la cabeza hueca esa que tienes —repuso
Sofía con tranquilidad—, pero supongo que ni tú ni yo hemos podido obtener
los resultados deseados. Una lástima.
Sofía observó su reloj y luego miró a Joel, mordiéndose el
labio inferior con indecisión.
—He de irme —le informó—,
me ha surgido una reunión de última hora y tengo que marcharme, pero tenía que
ver si podía sacarte de aquí. Siento no haberte sido de más ayuda.
Joel agitó la cabeza.
—Ha sido más que suficiente, no te preocupes
por lo del castigo.
Sofía le sonrió con ternura y luego cambió totalmente su
expresión facial, para dirigirle al sacerdote una mirada fría y dura.
—Dile a esa tarada de Cristina que si no quiere
que la hunda en la miseria será mejor que deje de hacer méritos para que me
cabree. Sabe perfectamente cómo soy si se me enfada demasiado, y con los años
sólo he empeorado en ese aspecto, así que si le tienes algo de aprecio
adviértela —le recomendó, en un tono realmente amenazante—.
Y tú espero que no te pases de la raya, si me vuelvo a enterar de que Joel lo
está pasando mal porque tu falta de cojones hace que tengas que dedicarte a avasallar
chiquillos también me voy a ocupar de ti. Ya me ha contado Luís lo imbécil que
estás desde hace unos años, y no me gusta nada que te metas con mi mejor amigo,
pero él ya es mayorcito y se sabe defender solo. Los niños son otra cosa, y eso
no lo voy a tolerar.
—Si piensas que puedes venir aquí después de tantos
años a decirme lo que tengo que hacer, me temo que estás infravalorando mi carácter.
—¿Supongo, pues, que me estás desafiando?
—Supón que la única provocadora aquí eres tú, y
que también eres la instigadora de todo lo que pueda suceder de aquí en
adelante.
Sofía sonrió con la malicia que las mujeres de mirada felina
y movimientos de sirena siempre derrochaban cuando divisaban algo suculento en
el horizonte.
—Siempre has tenido muy mal perder, Valldaura.
—Y tú estás demasiado malacostumbrada a ganar
con trampas, mujer
Joel alzó las cejas y sintió una agitación en la parte
superior de su estómago. Tenía un mal presentimiento, y supo entonces cómo se
sentían aquellos fatalistas durante los años sesenta, cuando la amenaza nuclear
alcanzó su nivel más alto y las dos potencias más grandes del panorama
internacional se sonrieron con cinismo y pusieron en jaque al mundo entero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario