Advertencias
Catalina Bofill Ferrer
Septiembre de 1993
Saúl ha vuelto a España, y es como si realmente fuese una
especie de celebridad y el país entero se hubiese paralizado ante su retorno,
porque en el pequeño mundo que supone nuestra vida eso es exactamente lo que ha
pasado. Desde que puso un pie ayer noche en el aeropuerto, no nos hemos
despegado de él ni un momento. César no para de preguntarle una y otra vez
cosas sobre Italia, le pide constantemente que le repita las anécdotas
graciosas y le pregunta si ha follado. Da igual que Saúl haya contado el mismo puto
chiste de mierda una y otra vez, o que le haya dicho por activa y por pasiva
que no ha conocido a nadie y lleva a pan y agua desde Inglaterra, el caso es
que César lo interroga constantemente como si fuese su fan.
Marta, por su parte, no para de corretear por el salón alzando
su lustrosa Barbie nueva. Saúl se ha encargado de comprarle un modelo que solo
se vende en Italia, así que la chiquilla está que no cabe en sí de la
felicidad. Incluso Virginia, la madre de César, ha dejado de ir a la iglesia
hoy para preparar una comida contundente como recibimiento para el mejor amigo
de su hijo.
Si me jode todo esto es porque incluso yo, que siempre me he
mostrado muy cínica para las cosas de Saúl, me encuentro escuchando con
atención lo que nos narra de su abuelo. Es como si yo también hubiese terminado
cayendo en el juego, y ahora estuviese en la misma órbita de todos los demás,
esa que tiene como eje gravitacional a Saúl Ochoa de Ondategui, el chico de
diecisiete años y una altura descomunal que impone con su presencia y con esa
mirada de suficiencia que siempre lleva pintada en sus ojos.
Pero qué quieres que te diga, incluso a los capullos se les
coge cariño.
—No te imagino pescando, la verdad —le
digo torciendo el gesto. No hay nada que me resulte más surrealista que un pijo
como Saúl yéndose a pescar con gusanos, bichos y esas cosas como cebos.
Él me mira, ladeando su sonrisa. A Saúl le encanta ladear la
sonrisa, y se le está empezando a hacer un hoyuelo en la mejilla izquierda
debido a esa manía que tiene.
—Pues ya ves, y se me da de vicio —responde,
con su habitual tono de condescendencia—, pero me pone bastante
nervioso. Joder, al final acabo hasta la polla con tanto esperar. A mi abuelo
sí que se le da bien eso de pescar; se lleva un libro, se sienta en su silla y
ahí se queda.
—¿Y vas a volver a ver a tu abuelo? —le
pregunta César con interés.
Saúl se encoje de hombros mientras le da una calada al
purito que tiene entre los dedos. Qué asco me dan, siempre fumando esa mierda
que huele súper mal. Me parece muy bien que se hagan los machos y todo eso, lo
entiendo y tal, pero es que se pasan tres pueblos. Acabarán con cáncer y con
cirrosis antes de los cincuenta, lo que yo te diga.
—Al tío Rob le hace ilusión que nos llevemos
bien, pero cumplo los dieciocho dentro de pocos meses y creo que quiere apurar
sus lecciones y tal —contesta, y junta un poco las cejas—.
La verdad es que es un poco raro pensar que dentro de apenas un año estaré
haciéndome cargo de la empresa.
Es un tema del que hablamos poco, la verdad, y no entiendo
por qué. Nos pasamos la vida yendo de fiesta, viajando gracias a Saúl y pasando
un rato súper guay, pero nunca nos paramos a pensar que todo eso se debe a que
Saúl heredará una empresa millonaria dentro de poco, y que se tendrá que hacer cargo
de ella él solito.
Sinceramente, Saúl tiene capacidades y tal, pero es que yo
lo he visto de fiesta y no me fío de él para nada. O sea, Saúl de ejecutivo con
su traje y su despacho es algo así como imaginarte a David Bowie pesando cien
kilos y llevando una camiseta de tirantes grasienta mientras conduce un camión.
O sea, una catástrofe para la lógica.
Yo creo que si de
verdad su tío le deja la empresa acabará montando un puticlub de lujo o
una mansión Playboy, le pega muchísimo más, sinceramente.
—¿Te la dejará nada más cumplir los dieciocho? —se
interesa César, poniéndose inusualmente serio.
—No, no. Quiere que termine el instituto, haga
selectividad y me matricule en la universidad. Dice que una vez me organice el
curso universitario vendrá aquí a España y aclararemos el tema de la empresa.
—Tío, es la puta hostia, vas a ser como el
chaval más rico del mundo.
—Eso no es verdad —le digo a
César—, hay gente mucho más rica que Saúl.
—Ya, pero fijo que lo meten en la lista esa de
millonarios más ricos con menos de treinta años o cosas así, que hay de ese
palo —me dice, muy seguro de lo que está hablando—.
Seguro que si hay una de menores de veinte él se lleva el primer puesto.
—¿Crees que te harán entrevistas y todo? —le
pregunto yo, abriendo mucho los ojos.
O sea, nunca había imaginado que fuese a ser amiga de un
famoso. ¿Y si lo meten en los programas del corazón? Ay qué fuerte.
Saúl tuerce el gesto, como si la idea de que le hagan
entrevistas le disgustase mucho.
—Espero que no —dice—, menuda
puta mierda si quiere hacerlo alguien. A ver, no sé, lo mismo la gente del
mundo de las finanzas se interesa, pero paso de hablar en las revistas de
sociedad. Me dan puto asco.
Saúl aparta la vista, y César y yo nos miramos de forma
significativa. La verdad es que Saúl es bastante pijo, lo intenta disimular
pero se le ve el plumero a veinte metros. Saúl tiene esos andares de
suficiencia que sólo las personas que han sido criadas como si realmente perteneciesen
a una clase superior llevan como si fuese una marca de la casa. Mira siempre
por encima del hombro a cualquiera que se cruce en su camino, aunque esa
persona le caiga bien, es algo que no puede evitar, le sale solo. Saúl fue
instruido para creerse mejor que los demás, y aunque el estar con gente como yo
o como César pule esos rasgos característicos, lo suyo es algo irreversible. No
puede evitarlo, sencillamente forma parte de su esencia. Como cuando intenta
parecer barriobajero pero siempre acaban saliéndole esos gestos de chico criado
en protocolo y buena educación. Es algo que está tan intrínseco en su persona
que por más que se esfuerce no puede dejar a un lado.
Pero Saúl, con todos sus defectos a cuestas, resulta un tío
bastante sincero. No le gusta nada la falsedad con la que lo educaron, y le
jode bastante que lo relacionen con un mundo que desprecia. Es una especie de
contradicción: por un lado no puede soportar todo lo que representa la clase
social a la que pertenece, y por el otro nunca será capaz de escapar a ella
porque está ligado de nacimiento. Además, ahora va a heredar una pasta, y por
más orgulloso que pueda ser nunca será lo suficientemente gilipollas como para
rechazar tanto dinero. Y yo lo entiendo, conste.
Lo que pasa es que cuando hablamos de estas cosas siempre se
pone mal. César dice que se acuerda de todo lo que pasó en casa y que le entra
el mal humor, pero yo creo que en realidad lo que le pasa es que siente que se
está traicionado a sí mismo. No sé, Saúl huyó de su casa, que representaba todo
lo que más odiaba, y aunque no está volviendo a ella, creo que aceptar lo de la
empresa es como que le devuelve de alguna forma a sus orígenes, y piensa que
todo lo que ha hecho no le ha servido para nada.
Él no abre la boca, claro está, porque Saúl es el tío más
cerrado que conozco. No es que yo vaya por ahí abriendo mis sentimientos sin
ton ni son, ni que César cuente todo lo que le pasa por la cabeza, pero es que
Saúl es todo un caso. Él siempre está de buen humor, gastando bromas y siendo
un poco gilipollas, pero a la hora de la verdad se cierra en banda y elude el
tema con alguna de sus gracias. Saúl es uno de esos tíos que saben exactamente qué
decir sin aportar nada, pero de la forma precisa para que todo el mundo desvíe
la atención. Es un maestro en el arte del ocultismo emocional, y creo que ni
con César llega a abrirse del todo.
—Bueno, qué más da —dice finalmente,
apagando el purito en el cenicero—. Hay cosas más importantes de
las que hablar ahora.
—Ya sabía yo que alguna italiana tenía que
haber caído —dice César, con una sonrisa perversa.
Saúl le dirige una mirada de absoluta paciencia.
—Qué pesado eres, joder —exclama, y
luego agita la cabeza—. Ya te he dicho que no. Que fue más bien un
retiro espiritual, no hubo lascivia.
César hace un mohín, decepcionado. No entiendo por qué le
interesa tanto el tema si a él el rollo hetero no le va. Pero es que de verdad,
cuando le sale la vena cotilla es peor que una maruja.
Me encanta, todo sea dicho.
—Aquí tenemos buenas nuevas por otros lados —dice,
y clava sus ojos azules en mí—. ¿No, Catalina?
Qué cabrón, ya tardaba en sacar el temita.
Le dije a César que no le contase nada, que ya lo haría yo,
pero está visto que no se puede callar la boca. En serio, cuando se ponen en
plan paternales me enferman. ¿No se pueden meter en sus putas vidas y dejarme
en paz? Es que son unos pesados de narices, en serio te lo digo.
Encima Saúl tiene un complejo de hermano mayor asqueroso, y
se piensa que puede decidir sobre nuestras vidas como le salga de las narices.
O sea, que piensa que tiene derecho a opinar y todo. Y una cosa es que le pida
su opinión y me la de, pero si no le he dicho nada no sé quién narices se
piensa que es.
—Eso es asunto mío —le digo,
frunciendo el ceño.
Los ojos de Saúl se clavan en mí con más intensidad.
—Si le parto la puta cara a un pavo por ti,
entonces ya no es solo asunto tuyo si vuelves con él. No me arriesgo a ser
denunciado para que luego te lo tires como consuelo, ¿sabes?
—Tú no puedes entenderlo —y
miro a César, que me está echando otra vez esa mirada reprobatoria que me pone
tan de los nervios—. Y tú tampoco. Sois un par de cabrones
insensibles con toda la gente a la que os tiráis, no tenéis ni idea de nada.
Los dos se quedan callados, mirándome, y yo les devuelvo la
mirada con la misma furia.
Es que tienen muchos cojones, porque no pueden entender
absolutamente nada. Ellos no han estado enamorados en la vida, no saben lo que
es. No saben lo que significa que una persona esté ahí, metiéndote el anzuelo
cada vez más hondo, dañándote y sanándote al mismo tiempo. No lo entienden. A
veces pienso que el amor es un toma y daca constante, porque todo lo que sube
tiene que bajar, de la misma forma que todo lo que te hace bien debe dañarte en
algún momento. Sino no tendría mucho sentido.
Cyrille y yo estamos intentando arreglar las cosas. No soy
tan tonta como para creer que va a cambiar, porque la gente no cambia, la gente
simplemente finge hasta que la naturaleza explota y todo vuelve a como estaba
antes. Pero ha dicho que intentará portarse bien, y eso sí que lo creo. Y
quiero estar con él, aunque parezca idiota, aunque sepa que no me conviene.
Porque solo él me ayuda a tener ganas de levantarme, de arreglarme y de tener
algo por lo que seguir. Sólo él y nadie más. Y ellos no lo entienden, porque
nunca en sus vidas han experimentado la sensación de pertenecerle a alguien, de
estar unido a otra persona a un nivel tan profundo que hasta te encoje la boca
del estómago. Ellos son un par de insensibles que sólo buscan pasarlo bien y ya
está. No tienen ni idea del amor, y se creen con derecho a juzgarme.
Pues no me da la gana.
—Iros a la mierda —les digo,
ofendida, y me levanto del sillón para largame a la cocina. Con un poco de
suerte Virginia necesitará mi ayuda.
Se miran entre ellos, muy serios, y yo me doy la espalda
para salir de allí.
—Lina, espera joder —oigo la voz
de César tras de mí.
Me giro, con los brazos cruzados sobre el pecho y con un
gesto desafiante. Si creen que pueden ponerse gilipollas conmigo lo llevan
claro. Es mi vida, y yo hago lo que quiera con ella, que se enteren de una puta
vez.
Saúl tiene la mirada baja, como pensativa, y el gesto
contrariado.
—No voy a poner buena cara —me
dice—, y cuando te joda pienso recordártelo. Te lo voy a
recordar aunque estés llorando como una condenada, y te recordaré que te lo
dije. Que César te lo dijo y que ambos te advertimos. Por más que te joda lo
haré. Tampoco voy a cortarme ni un pelo si alguna vez coincido con ese
mamarracho, y si puedes no traerlo cuando yo esté mejor. Pero bueno, tienes
razón, es tu vida y tienes derecho a joderte como te salga de las narices.
Cómo odio cuando se pone así, cuando parece que casi te esté
perdonando existir o algo parecido. Con esos aires que se da. Lo que yo te
diga: un puto niñato pijo.
—¿Has acabado? —le pregunto, igual de seria que
antes.
—No —responde—. Ya que
estás de pie, tráeme una cerveza.
—Eres un puto gilipollas —le
espeto.
César se echa a reír como un condenado, y Saúl lo acompaña
después de esucchar mi respuesta. Son lo peor de lo peor, en serio que sí. Es
que me ponen de los nervios, en plan histérica y todo. Si por mi fuera los
estrangulaba ahora mismo y les clavaba mis uñas en el cuello. Pero no lo voy a
hacer, ¿eh? Que me hice una manicura monísima ayer y no es plan de jodérmela
con dos idiotas como esos.
Qué capullos, de verdad que sí, me tienen hasta el gorro.
—¡Hola, hola, hola, hola! —exclama
de repente una voz cantarina.
Como si fuese una especie de tornado, Marta aparece en el
salón con su Barbie en una mano, zarandeándola con fuerza. Al paso que va la
niña tendrá todas las muñecas del mundo, porque Saúl siempre le trae una cuando
llega de algún viaje. Y no de las baratas, precisamente.
—¡Mami dice que la comida ya está! —canturrea—.
¡César pon la mesa! ¡César pon la mesa!
—¡Cállate, coño! —exclama él, tirándole un cojín a
su hermana.
Marta coge el cojín y se lo tira en toda la cabeza, haciendo
que César se caiga hacia un lado del sofá.
—¡Serás zorra de mierda! —brama,
enfadado, y se levanta para coger a su hermana.
Ambos comienzan a correr por la casa, mientras su madre se
pone a vociferar llamándoles la atención. Yo sonrío divertida, de repente se me
ha pasado el enfado.
-Recuerda lo que te he dicho, Catalina –me dice entonces
Saúl, llamando mi atención-. Aunque estés hecha una mierda, te recordaré una y
otra vez que yo tenía razón.
Le sujeto la mirada a Saúl, y sonrío un poco al cabo del
rato.
—Acuérdate tú de esto, Saúl —le
digo, ensanchando mi sonrisa—. El día en que te vuelvas igual
de gilipollas que todos los que nos enamoramos. El día en que tengas que
tragarte todos tus reproches porque estés en la misma situación, ese día la que
se regodeará seré yo. Y me dará igual lo jodido que estés.
Saúl suelta una risita.
—Creo que te quedarás con las ganas, Linita.
Yo le sigo mirando sin apartar la vista de él.
—Pues yo creo que no —le aseguro—.
Todos caemos alguna vez, puedes tener mucho dinero y todo eso, pero no te creas
tan importante.
Él hace ademán de contestarme, pero entonces Virginia suelta
otro grito de alerta y yo decido ir hacia la cocina. Por más pijo y rebelde que
sea, Saúl tiene que aprender que no siempre puede tener la última palabra, ni
tampoco la razón.
Puede que él se ría de mí en el futuro, pero cuando él
caiga, yo lo haré más fuerte.
Con cariño, eso sí. Lo de ser hijo de puta siempre tiene que
ser con cariño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario