Fernando, el encargado del Centro de Acogida, nunca supo
decirle si su cumpleaños era el veinticuatro o el veinticinco de diciembre.
Joel, sinceramente, siempre pensó que ambas fechas eran un coñazo para llegar
al mundo, aunque finalmente estipulasen en su ficha que cumplía el día de
Navidad.
Su asistenta social, Carlos, era un tipo bastante
supersticioso. Aunque no era de seguir ningún tipo de religión ni creencia
fija, pertenecía a ese grupo de personas que creen vagamente en las
experiencias extrasensoriales, como si de alguna forma intentase entrever en
una realidad inamovible los matices de otros mundos que escapaban a nuestra percepción.
Decía que él no estaba cerrado a creer en cosas nuevas, y que el destino era un
hecho del que no se podía dudar. Joel, que si no dudaba de todo no estaba
seguro de nada, siempre pensó que a Carlos le faltaba un hervor, pero después
de recordárselo infinidad de veces llegó a la conclusión de que no servía de
nada insistir, que lo mejor era callar y asentir como cuando te hablan los
tontos.
Y es que Carlos estaba convencido de que nacer entre las
madrugadas de Nochebuena y Navidad tenía que ser una especie de señal.
—Todos los héroes tienen nacimientos
extraordinarios —le decía—, yo creo que tú estás destinado
a hacer grandes cosas.
Joel, que se había criado con el cinismo callejero y
aprendido a base de palos de segunda mano, lo miraba siempre enarcando una ceja
y soltaba un bufido de fastidio.
—Cómo se nota que has tenido una buena vida,
Carlos.
Porque para Joel el único milagro había sido salir vivo de
una noche fría y tormentosa, siendo un bebé apenas envuelto en harapos en la
puerta de una casa elegida al azar. Más allá de eso, para él la existencia era
una lucha constante en la que los golpes de suerte sólo favorecían a aquellos
que ya la tenían por nacimiento, y que
para el resto, la buena fortuna era una zorra de las que tientan pero huyen despavoridas,
si dejarse alcanzar por nadie que no pueda pagar sus servicios de antemano.
Joel no era un pusilánime, ni se lamentaba de su situación.
Él era un luchador nato, de los que si no pueden pagar a la suerte van a su
caza hasta con escopeta. Al contrario que muchos otros chicos del centro, él
sabía que su única salida era el esfuerzo y los estudios, que sólo lograría
llegar a ser alguien y a tener muchas cosas si sudaba sangre en el intento. Y
así lo hacía. Tenía de su parte una gran inteligencia que bien aprovechada lo
beneficiaba siempre que ponía algo de esfuerzo; su condición le había enseñado
desde pequeño a ser un poco truhán, y la labia era una cualidad que tampoco le
faltaba. Y aquella poca vergüenza que siempre demostraba en todas la
situaciones, dotándolo de una sinceridad casi hiriente para quien no estuviese
acostumbrado a las grandes verdades, lo convertía en un chico entrañable a la
par de irritante según el punto de vista. Joel tenía los materiales necesarios
para llegar a dónde se propusiese, aunque las condiciones del camino fueran más
angostas que de costumbre.
Carlos insistía, que él tenía un destino, y que pronto
comenzaría a vivir su gran aventura.
—Todas las grandes sagas de héroes parten de
chicos como tú.
Y Joel no sabía si Carlos era tonto, o todavía intentaba
tratarlo como a un niño pequeño después de tantísimos años.
—Y todas esas sagas son obras de ficción.
—Pero qué poco sentido del romanticismo tienes,
de verdad.
Joel lo miraba entonces y agitaba la cabeza, consternado.
El romanticismo, la visión onírica de la realidad y las
grandes esperanzas eran atributos que sólo las personas que ya tenían un suelo
sobre el que moverse podían permitirse tener. Él, que todavía vagaba sobre las
arenas movedizas de quien no tiene nada más que su vida y sus historias, sabía
que no podía desviar su vista del horizonte, porque un mínimo error lo haría
hundirse.
Así que Joel, que consideraba nacer en una fecha tan
señalada una putada, que tenía todo lo necesario para ser algo grande excepto
las mismas oportunidades que los demás y cuya vida parecía la de un héroe épico
aunque solo fuese un chaval larguirucho y demasiado serio para su edad, tenía muy claro que no le llovería ningún
milagro del cielo, y que todas las oportunidades que le surgiesen en la vida se
las habría ganado él por sus propios medios.
Porque la vida no es una historia de héroes, sino un cuento
de supervivientes, y no había nada que le gustase más a Joel que la sensación
de salir ileso de todas y cada una de las jugarretas de aquella existencia que
podía ser tan generosa como despiadada.
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