—¿Crees que estamos haciendo lo
correcto?
Javlek miró al muchacho y por
primera vez en mucho tiempo no supo bien lo que contestar. Nunca le había
gustado meterse en aquel tipo de temas ni opinar sobre los asuntos que
concernían al futuro de su país, y ahora estaba hasta el cuello de problemas
internacionales. Frunció el ceño ligeramente,
hacía tiempo que no estaba seguro de apoyar todo aquello, al menos no de
forma física. El ataque a la quinta polis le parecía necesario, pero su
participación en la contienda era totalmente prescindible. Apoyar a su hijo era
un deber que se había impuesto, pero lo que realmente le apetecía era largarse
lo más lejos posible. Y no es que Javlek fuese un cobarde, se sabía valiente y
lo había demostrado, pero aquella no era su lucha, no la sentía como tal. Él
había luchado años atrás por saldar sus cuentas pendientes, y una vez resueltas
no veía crucial su intromisión en los asuntos de política.
Cuatro de los cinco gobiernos
estaban ahora regentados por nuevos y jóvenes líderes, dispuestos a unirse para
lograr una victoria común. Era la lucha de las nuevas generaciones, la suya
terminó su libro cuando la Productora fue metida en la cárcel. Javlek se sentía
viejo para tantos trotes, en su juventud nunca había sido un muchacho insurrecto,
así que todavía se sentía menos belicoso pasados ya sus cuarenta.
Y ahora tenía allí a aquel
muchacho salvaje que venía desde el otro lado del océano. Sus modales eran
totalmente indisciplinados y se notaba que no era un cosmopolita a cien leguas,
pero había algo distinto en los ojos de aquel joven, algo que los ojos de otros
muchos salvajes que Javlek había conocido a lo largo de su vida no poseían. Se
dijo a sí mismo que tal vez era algo típico en los salvajes del Segundo Territorio,
pero pronto se percató de que no era un rasgo característico o implícito en su
fisionomía. Era algo, una especie de vacío que Javlek sentía al observa al
joven menudo y de anchas espaldas.
Finalmente bajó la vista y
chasqueó la lengua, fundiendo sus palabras junto con un suspiro melancólico.
—Creo que no hay nada que pueda
ser calificado como correcto —respondió, finalmente—. Lo correcto para mí hace
cinco años fue ayudar a Virgil a ocupar el puesto que se merecía, aunque para
ello tuviese que sacrificar muchas otras cosas. Lo correcto para mí, en estos
momentos, no es ni por asomo conspirar contra el enemigo. Ni siquiera sé si ese
es mi enemigo. Si la lucha que queréis llevar a cabo tiene algo que ver
conmigo.
Javlek miró a Wolf y se encogió
de hombros.
—¿Qué es lo correcto, salvaje? —Inquirió,
torciendo una sonrisa rota—. Lo correcto es aquello que nos beneficia. Y así
como no existen dos personas iguales en éste mundo, tampoco existe una
definición general de lo que es correcto. Esa es mi opinión, si lo que andas
haciendo tú o dejas de hacer está bien o no, creo que es algo que solo puedes
responderte a ti mismo.
El joven le correspondió la
sonrisa, asintiendo, y entonces habló:
—Lo correcto es sobrevivir con
todas las cicatrices cerradas y sin amenaza de infección. ¿No, señor Beirut?
Javlek observó a Wolf una vez
más, y entendió entonces qué era aquello que tanto le llamaba la atención de él
y no conseguía descifrar, esa distinción respecto a los otros salvajes que no
llegaba a entender. Comprendió que lo que hacía distinto a aquel muchacho de
los otros salvajes era, justamente, lo
que le hacía parecido a un cosmopolita: la pérdida en el brillo de sus ojos.
Ese color opaco que cualquier cosmopolita poseía al haberse criado en un
ambiente en el que las caídas se pagaban engullendo cemento y hierro; un color
tan muerto como la naturaleza de las ciudades, monstruosas y amenazadoras, que
cultivaban el cinismo entre sus gigantes metálicos y amasaban la desilusión
junto con el alquitrán.
Wolf carecía del brillo de la
inocencia salvaje, ese que cualquier hombre o mujer de la naturaleza todavía
conservaba como resquicio de la inocencia de aquél que no sabe. Pero el
muchacho no lo tenía, en sus ojos se observaba el homicidio de sus ilusiones y
el cataclismo de sus sueños, y saltaba a la vista que él tan solo creía ya en
aquello que podía ver, y había comprendido que incluso eso podía engañarlo.
Javlek sonrió porque Wolf había
comprendido, pese a ser un salvaje, que la vida es un animal traicionero y
macabro. Por eso no podía uno tomarse nada en serio, ni mucho menos dar cualquier
concepto por sentado, aunque eso significase que la moralidad quedaba
finalmente en manos de cualquier hombre que quisiera manipularla a su antojo.
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