Me di cuenta de que estaba en el
camino del precipicio, ese que desembocaba en el aviso más grande de todos.
Creí haberlo dejado atrás hace mucho tiempo, cuando caía día tras día sin
encontrar el final de toda aquella tortura. Creí haber jurado no volver jamás
por mi propio bien, controlar los mapas con la suficiente precisión para que
aquel mortuorio camino de tierra no se cruzase en mis planes. Pero no lo
conseguí, no se pueden controlar los imprevistos y yo nunca he tenido un poder
extraordinario para dominarlos de forma absoluta.
Así que ahí estaba, con el coche
ganando velocidad y precipitándose al vacío. A veces tenía la fuerza suficiente
para pisar el freno y estirar de la palanca de manos. Otras, sencillamente,
dejaba que mi pie me traicionase apretando el acelerador. Notaba nuevamente
aquella sensación en el estómago tan típica de las montañas rusas que suben y
bajan sin dejarte una tregua para respirar, y la falta de aliento que te
producen las atracciones que caen en picado. En los momentos bajos mis músculos
me obedecían y el coche se quedaba casi parado, aunque nunca dejaba de avanzar
completamente. Además, cuando aquellos momentos de lucidez llegaban, recibía
una de aquellas transmisiones de radio que tienen el poder de desencapotar
hasta el día más oscuro y, como suele
pasar siempre, casi sin darme cuenta estaba de vuelta a toda velocidad por el
camino de la muerte.
Sabía, como siempre, que aquel
sendero llevaba a un punto de no retorno.
Me fijaba constantemente en la altura del trayecto, deseando tener las fuerzas
suficientes para detener aquel vehículo o saltar de él antes de sobrepasar el punto
catastrófico del que no se puede volver. Se acercaba una tormenta de arena por
aquel desierto tan verdugo, y yo temía no haber cogido las protecciones
necesarias para que los fenómenos naturales no me empujasen, si cabe, más
rápidamente hacia el abismo.
Estaba inquieta y preocupada, tenía una sensación de
desasosiego constante. Y no era por volver a estar en aquella senda de
perdición, ni por haber vuelto a sucumbir ante las casualidades inoportunas, el
verdadero problema lo suponía la tranquilidad que embriagaba a toda la
situación. Acostumbrada a las tormentas y tornados, con el recuerdo de la
última vorágine apocalíptica todavía en mi garganta, observaba aquel paisaje
lapidario que otras veces me había augurado la muerte con total indiferencia, y
aquello me ponía de los nervios.
Por alguna razón, mi instinto no
se había disparado aquella vez. Mi detector de tormentas estaba totalmente
parado y mi intuición me decía que no acabaría con ningún destrozo. Y yo no
podía dejar de preocuparme, porque el
coche seguía avanzando, el camino se acercaba más al vacío y yo no sabía
si mi instinto estaba en lo cierto como siempre o de tantas caídas se había
terminado atrofiando.
Me dirigía a la muerte y algo en
mi interior me decía que, por más que saltase a la nada, mis restos no se
descompondrían.
Me parece un texto con bastante fuerza, como lo que sueles escribir. Y el final así, abierto, creo que es perfecto, que cada cual imagine lo que quiera.
ResponderEliminar¡Nos leemos!