—Eres una sabandija asquerosa y traicionara,
tendrás…
Darius Golden interrumpió a su hermana,
haciendo girar la silla rotatoria de su despacho para encararse con ella. Tenía
las manos cruzadas encima de su regazo y una ceja enarcada. Observaba a la
mayor de sus seis hermanos de pie frente a él, al otro lado de la mesa, con su
pelo rojizo recogido en un moño y el gesto totalmente contrariado. Parecía iracunda.
—Buenos días, hermanita —la cortó el menor de los siete
hermanos Golden, alzando las cejas e ignorando descaradamente el estado de mal
humor que poseía la mujer—. ¿Todo bien? ¿Quieres una taza de café?
Los ojos azules de Tiffany parecían estar a punto
de salirse de sus órbitas.
—¡Deja de tomarme el pelo! —Bramó, y su voz se hizo eco entre
las cuatro paredes de aquel inmenso despacho decorado con madera caoba—. ¡Deja de tratarme como si
estuviese loca!
—Esos gritos no ayudan a demostrar tu
estabilidad mental, precisamente —respondió el menor con arrogancia, había un
deje divertido en su tono de voz que no pasó desapercibido para su hermana, e
incrementó el enfado de ésta—. Y ahora si me disculpas, ¿serías tan amable
de ir al grano? Estaba en medio de una conferencia telefónica con uno de
nuestros inversores de Tokio. Espero que sea importante lo que vas a decirme,
porque no me gusta interrumpir mi trabajo para atender asuntos minoritarios.
Tiffany Golden, veintitrés años mayor que su
hermano, mujer de gran entereza y fuerte carácter estaba a punto del ataque de
nervios. Ella como primogénita y Darius como Director General de Industrias
Golden se habían disputado desde siempre la herencia familiar. Ella se creía
con derecho a los bienes de la familia por haber sido la primera de sus siete
hermanos, y él por dedicarse en cuerpo y alma a todos aquellos negocios, y
carecer de vida más allá del trabajo. Ella era avariciosa, y él muy ambicioso,
y ambos un par de cabezotas dispuestos a destrozarse con tal de conseguir sus
propósitos.
Pero Darius se había pasado, su maldad llegaba
a límites terroríficos e incluso ella, que jamás había tenido ningún tipo de
moral cuando de alcanzar sus fines se trataba, se había quedado anonadada al
saber todo lo que había estado haciendo Darius para destruirla.
—Esto es entre tú y yo, Darius —Tiffany tenía las mandíbulas muy
tensas, y apuntó a su hermano con el dedo índice—. Lo sabes perfectamente. Es una
pelea entre los dos, y como mucho entre el resto de nuestros hermanos. Lo que
has hecho… lo que has hecho es un golpe muy rastrero, incluso para ti.
El joven sonrió, y Tiffany no pudo evitar
sentir un escalofrío. Darius casi nunca sonreía, a no ser que le hubiese sido
exitoso alguno de sus negocios o que sus planes fuesen viento en popa. Y los
planes de Darius nunca eran buenos, jamás, y siempre se llevaban una cabeza de
turco por delante. Él no tenía ningún tipo de consideración por el resto de la
humanidad, vivía por y para sí mismo y el único amor que había conocido era el
que le tenía a su propio reflejo.
La mujer tragó saliva. Darius podría ser un
crío de treinta y dos años, pero tenía una inteligencia equiparable a su nivel
de maldad.
—Hermanita, hermanita… —Darius soltó una pequeña risita, bajó la vista
y chasqueó la lengua—. Creo que todavía no has entendido que en la
vida real no hay reglas que valgan. En éste juego, querida, todo vale. Y si
puedo aprovechar para hacerte daño, no importa a quien tenga que llevarme por
delante, el objetivo es ganar, lo que pase por el camino no importa. Y quién le
pase por encima tampoco.
Los ojos negros, fríos y sin vida de Darius se
clavaron en ella. Endureció el gesto y se puso serio. Ella se irguió, haciendo
alarde de esa fuerza que siempre la había caracterizado, y cruzó sus brazos
sobre el pecho, devolviéndole la mirada a su hermano. Desafiándolo con ella.
—Si vuelves a intentar atacar a mi hijo, te juro
por tu padre que…
—Regla número uno, Tiffany —La interrumpió Darius con suavidad,
alzando su mano derecha y mirando a su hermana con hastío—. Nuestros respectivos padres
muertos no tienen nada que ver en esto, ya son pasto de los gusanos, así que
ahórrate las referencias. Regla número dos, atacaré a quien tenga que atacar si
así consigo que de una vez te percates de la inferioridad que tienes ante mí
persona, así como de lo poco que vales para hacerte cargo de la herencia
Golden. Y si para ello tengo que molestar un poco a tu hijito, entonces llora
lo que te de la gana, pero no rectificaré ni una de mis actuaciones, de eso
puedes estar segura. Y regla número tres, si quieres jugar al juego de los
dioses, entonces no tengas sentimientos de mortales, mi queridísima hermanita
mayor. Para ganar no puedes tener nada que perder, y tu perdiste el día en el que
decidiste ser madre y querer a tus hijos. Ahora tienes puntos débiles, no
haberlos engendrado, no es culpa mía si los sentimientos humanos te hacen
débil. Haberlo pensado antes.
Las mejillas de Tiffany habían adquirido un
color casi tan rojizo como el de su pelo, algo que congratuló a Darius de buena
forma. Él era un experto en decir lo correcto en el momento indicado para dejar
al contrincante desarmado y dar justamente en el clavo. Aquel era uno de sus
muchos talentos, y como con todos los demás, éste también lo utilizaba para
fines poco ortodoxos. Darius era un maestro de la palabra, y la sabía utilizar
como arma de doble filo.
Tiffany apoyó sus manos sobre la mesa, justo enfrente
de su hermano, y se inclino hacia él, asesinándolo con la mirada.
—Le has hecho jaque a la Reina, hermanito —susurró, como el silbido de una
serpiente—, pero no te desharás de ella tan fácilmente. Procura mantenerte al margen de lo que haga o
deje de hacer Lauren, si no lo haces…
Darius enarcó una ceja, cínico.
—¿Qué, Tiffany? ¿Matarás alguna de mis
tarántulas? —Soltó una risotada casi robótica, carente de sentimientos—. Eres patética, hermanita. Y encima
ahora te las das de madraza. Eres tan avariciosa y egoísta que nunca te has
preocupado por tus hijos, ellos se han tenido que buscar la vida solos y,
francamente, no han salido muy listos que digamos. Aunque era de esperar, tú
tampoco te has caracterizado por una inteligencia deslumbrante. Pero a mí no me
engañas, si no fuera porque el mayor de tus hijos es marica y la pequeña una
pseudo anoréxica cabeza hueca ya hubieses desheredado a Lauren, no lo puedes ni
ver. Así que ahora no me vengas como si fueses la madre del año, porque solo
eres una cincuentona menopáusica que no puede aceptar que su hermanito pequeño
le de veinticinco mil vueltas en asuntos de ingenio.
Tiffany Golden despegó sus manos de la mesa y
se incorporó de nuevo, sin apartar la vista de su hermano. Su gesto se
transformó en una mueca de asco, como si ver a Darius realmente le causase una
repugnancia. Parecía estar a punto de vomitar.
—Eres el ser más repugnante que he conocido en
mi vida, Darius —le espetó en un hilo de voz—. Absolutamente despreciable y
vomitivo.
Éste le respondió con una amplia y perfecta
sonrisa.
—Yo también te adoro, hermanita. Y ahora, haz el
favor de salir de mi despacho, estoy muy ocupado.
—Sí, no te preocupes —asintió ella, muy seria. No apartaba
la vista de él, pero la mueca de asco no se había borrado todavía de sus
facciones. Retrocedió hacia atrás sin voltearse—. Me voy, Darius, pero esto no se va
a quedar así. Puede que tengas razón, pero una de las leyes de ésta familia es
que los trapos sucios se lavan en casa. Tú has intentado quemar uno de mis
trapos, y yo te voy a hacer pagar las consecuencias. Te crees muy listo,
Darius, pero todos tenemos un punto débil. Y algún día tú tendrás el tuyo.
Darius suspiró, aburrido, y bajó la vista para
ojear algunos de los papeles que había en su escritorio.
—No me vengas con sentimentalismos baratos, a ti
tampoco te gustaban las películas de dibujos moralistas.
—No eres un robot, Darius —El aludido alzó la vista y se topó
con su hermana abriendo la puerta del despacho a varios metros de distancia.
Ella lo miraba con el mismo desprecio que antes, pero tenía un cierto brillo
indescriptible en su mirada, como de seguridad—. Todos sentimos en algún momento,
antes o después. Y tú eres tan analfabeto en ese tema, que el día en que
sientas por primera vez todo tu mundo se
vendrá abajo. Puede que pasen años hasta que eso suceda, pero cuando pase yo
estaré ahí para arruinarte la vida. Tú has hecho todo lo posible para que mi hijo
no pueda estar con la chica a la que quiere, y yo me encargaré de joderte la vida
en cuanto tenga oportunidad.
La mujer abrió la puerta y miró de hito en hito
a su hermano por última vez.
—Ojalá te mueras —le espetó—. Que pases un día de perros.
Y cerró la puerta tras de sí.
Darius Golden se dejó caer sobre el respaldo de
su silla y se cruzó de brazos, sonriéndose. Su sonrisa era tan bonita como
maliciosa. El plan de fastidiar a su hermana a través del idiota de Lauren
había surgido efecto. Ahora ella estaba dolida, Lauren fuera de circulación,
solo le quedaba deshacerse de la ex novia del idiota de su sobrino de una vez
por todas. Las aguas se dirigían justo al punto en el que desenvocaba el río.
Nada podía salirle mal, porque Darius Golden siempre jugaba para ganar.
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