miércoles, 10 de abril de 2013

8-Admiración


Cuando era pequeño, Darius Golden nunca entendió por qué tenía que llevar el apellido de su madre en lugar del de su padre. Sabía que todos sus hermanos portaban el apellido de su madre  porque Hera Golden había tenido –contando al padre de Darius- tres maridos en total y se defendía alegando que deseaba ver a sus siete hijos con el mismo apellido, para formar así una familia unida. Pero Darius siempre fue un chico muy inteligente, incluso desde niño, y jamás había percibido ni un ápice de sentido familiar dentro de aquella tribu de desconocidos que transitaban la inmensa mansión en la que vivían. Sus hermanos eran bastante mayores que él, tenían sus propias vidas y personalidades totalmente opuestas entre sí. Pocas veces comían todos en la misma mesa y cuando lo hacían la tensión reinaba en el ambiente y las discusiones estaban a la orden del día. Aquello no era una familia, solo una panda de extraños conviviendo bajo el mismo techo. Un montón de tiburones peleando por la presa más suculenta de todas: la herencia que algún día dejaría la matriarca.

Con nueve años, a Darius todavía no le interesaba adquirir el capital de la familia. De hecho, le atraían muy pocas cosas. Los deportes no eran su fuerte porque le resultaban inútiles, iba bastante adelantado en la escuela, así que las clases le parecían aburridas y bastante anodinas. Consideraba a los chicos de su edad unos auténticos idiotas y al ser el más pequeño de los siete hermanos, tampoco tenía una relación muy estrecha con los mismos. Lo único que le gustaba a Darius, que realmente le entusiasmaba y le sacaba una tímida sonrisa de vez en cuando –porque siempre había pecado de ser un niño muy callado y taciturno- eran aquellas partidas que jugaba con su padre al ajedrez. No era el juego en sí, sino la compañía paterna.
Hera Golden, fría y desapegada mujer de negocios, matriarca indiscutible de la familia, jamás le prestó más atención que a sus demás hermanos, y ello significaba que estaba tan ausente de su vida como ellos. No obstante, su padre y él siempre habían sido uña y carne. Dorian Hastings, que así se llamaba su progenitor, era un hombre cariñoso y bastante humilde. Hijo de una importante familia, jamás se caracterizó por la personalidad frívola y snob de la clase a la que pertenecía, y siempre intentó lidiar por un ambiente de familiaridad que nunca se produjo en aquella fría mansión habitada por carroñeros. Pese a sus esfuerzos, Dorian tan sólo había conseguido un par de comidas familiares al mes y la detención a tiempo de alguna de las cientos de contiendas que se libraban diariamente en la casa, protagonizadas siempre por los hijos de su esposa.

Dorian vivía a la sombra de su mujer, la cual dirigía las distintas empresas con el sello Golden y vivía de viaje en viaje. Pero no le importaba, él prefería quedarse en casa, intentando conocer a sus hijastros y centrándose en sus hijos; Bárbara y Darius, los menores de la familia. Por descontado, los hijos de su esposa jamás pusieron el más mínimo interés en entablar una relación sólida con él, Dorian tan solo era uno de los maridos de su madre, tarde o temprano desaparecería como todos. Incluso su hija mayor, Bárbara, sacó aquel gen Golden tan desapegado y frío, alejándose de él desde su más tierna infancia. Pero Dorian nunca desistió, siempre estuvo ahí para cualquier tipo de problema, prestó su ayuda cada vez que hizo falta y consiguió, aunque pudiese parecer poco, el afecto incondicional del tercer hijo de su esposa, Rogue, así como la recuperación de éste tras varios episodios relacionados con las drogas. Podía parecer poco, pero a Darius siempre le resultaron hazañas casi heroicas.

Darius, el menor, el más desapegado de todos. Aquel que prefería la vida solitaria y rehuía las relaciones sociales, observaba a su padre como si fuese un verdadero dios. Un héroe ante sus ojos. Le resultaba increíble que consiguiese mantener la calma en las situaciones más críticas, así como admirable su forma de resolver los problemas familiares. No entendía por qué se esforzaba tanto en que los siete hermanos se mantuviesen unidos, ni  por qué insistía aunque ninguno de ellos estuviese por la labor. Pero no podía más que admirar su figura como si fuese un ente de culto. Para él, las palabras de su padre eran sagradas, sus actos dignos de imitación y su estilo totalmente venerable.
Lo observaba jugar al ajedrez con adoración y anhelaba que le leyese alguno de los fragmentos de sus libros predilectos antes de dormir. Dorian siempre le leía a su hijo libros de culto, era un verdadero apasionado de la literatura, y le transmitió a Darius aquel amor incondicional. Darius lo adoraba, y explotaba al máximo cada minuto que podía pasar junto a él. Era su modelo a seguir, con esa elegancia natural y ese saber estar casi de libro de protocolo. Dorian era para su hijo el máximo exponente de conducta. Jamás admiraría a un hombre tanto como a su padre, y con la muerte del mismo cerraría su corazón a cal y canto, no dejando pasar a nadie, rechazando cualquier tipo de dolor acarreado por los sentimientos.

Cuando era pequeño, Darius Golden no entendía por qué debía llevar el apellido de la bruja de su madre en lugar del de su padre. No entendía que el apellido marcaba la raza del tiburón que reina en el arrecife, porque por aquella época a él no le interesaba comer, ni reinar, ni proclamarse vencedor. Tan solo le apetecía jugar al ajedrez mientras Dorian Hastings le comentaba algún fragmento del último libro que había leído. Desgraciadamente, junto a Dorian, murió también el nombre Hastings y cualquier afán de su hijo menor por llegar a ser lo que él alguna vez fue: un hombre admirable. No por su dinero o por su poder, sino por la humildad que lo caracterizaba, y que su hijo no supo heredar y convirtió en la más grande de las soberbias. 

1 comentario:

  1. He leído las dos entradas de Darius, y que sepas que este hijo de puta me está enamorando. Precisamente me encanta ese hijoputismo que tiene, cómo lo usa a su conveniencia, y la relación con el resto de su familia. Tiene una historia interesante, sin duda.

    ¡Besos!

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