Cuando era pequeño, Darius Golden
nunca entendió por qué tenía que llevar el apellido de su madre en lugar del de
su padre. Sabía que todos sus hermanos portaban el apellido de su madre porque Hera Golden había tenido –contando al
padre de Darius- tres maridos en total y se defendía alegando que deseaba ver a
sus siete hijos con el mismo apellido, para formar así una familia unida. Pero
Darius siempre fue un chico muy inteligente, incluso desde niño, y jamás había
percibido ni un ápice de sentido familiar dentro de aquella tribu de
desconocidos que transitaban la inmensa mansión en la que vivían. Sus hermanos eran
bastante mayores que él, tenían sus propias vidas y personalidades totalmente opuestas
entre sí. Pocas veces comían todos en la misma mesa y cuando lo hacían la
tensión reinaba en el ambiente y las discusiones estaban a la orden del día.
Aquello no era una familia, solo una panda de extraños conviviendo bajo el
mismo techo. Un montón de tiburones peleando por la presa más suculenta de
todas: la herencia que algún día dejaría la matriarca.
Con nueve años, a Darius todavía
no le interesaba adquirir el capital de la familia. De hecho, le atraían muy pocas
cosas. Los deportes no eran su fuerte porque le resultaban inútiles, iba
bastante adelantado en la escuela, así que las clases le parecían aburridas y
bastante anodinas. Consideraba a los chicos de su edad unos auténticos idiotas
y al ser el más pequeño de los siete hermanos, tampoco tenía una relación muy
estrecha con los mismos. Lo único que le gustaba a Darius, que realmente le
entusiasmaba y le sacaba una tímida sonrisa de vez en cuando –porque siempre
había pecado de ser un niño muy callado y taciturno- eran aquellas partidas que
jugaba con su padre al ajedrez. No era el juego en sí, sino la compañía
paterna.
Hera Golden, fría y desapegada
mujer de negocios, matriarca indiscutible de la familia, jamás le prestó más
atención que a sus demás hermanos, y ello significaba que estaba tan ausente de
su vida como ellos. No obstante, su padre y él siempre habían sido uña y carne.
Dorian Hastings, que así se llamaba su progenitor, era un hombre cariñoso y
bastante humilde. Hijo de una importante familia, jamás se caracterizó por la
personalidad frívola y snob de la clase a la que pertenecía, y siempre intentó
lidiar por un ambiente de familiaridad que nunca se produjo en aquella fría
mansión habitada por carroñeros. Pese a sus esfuerzos, Dorian tan sólo había
conseguido un par de comidas familiares al mes y la detención a tiempo de
alguna de las cientos de contiendas que se libraban diariamente en la casa,
protagonizadas siempre por los hijos de su esposa.
Dorian vivía a la sombra de su mujer,
la cual dirigía las distintas empresas con el sello Golden y vivía de viaje en
viaje. Pero no le importaba, él prefería quedarse en casa, intentando conocer a
sus hijastros y centrándose en sus hijos; Bárbara y Darius, los menores de la familia.
Por descontado, los hijos de su esposa jamás pusieron el más mínimo interés en
entablar una relación sólida con él, Dorian tan solo era uno de los maridos de
su madre, tarde o temprano desaparecería como todos. Incluso su hija mayor,
Bárbara, sacó aquel gen Golden tan desapegado y frío, alejándose de él desde su
más tierna infancia. Pero Dorian nunca desistió, siempre estuvo ahí para
cualquier tipo de problema, prestó su ayuda cada vez que hizo falta y
consiguió, aunque pudiese parecer poco, el afecto incondicional del tercer hijo
de su esposa, Rogue, así como la recuperación de éste tras varios episodios
relacionados con las drogas. Podía parecer poco, pero a Darius siempre le
resultaron hazañas casi heroicas.
Darius, el menor, el más
desapegado de todos. Aquel que prefería la vida solitaria y rehuía las relaciones
sociales, observaba a su padre como si fuese un verdadero dios. Un héroe ante
sus ojos. Le resultaba increíble que consiguiese mantener la calma en las
situaciones más críticas, así como admirable su forma de resolver los problemas
familiares. No entendía por qué se esforzaba tanto en que los siete hermanos se
mantuviesen unidos, ni por qué insistía
aunque ninguno de ellos estuviese por la labor. Pero no podía más que admirar
su figura como si fuese un ente de culto. Para él, las palabras de su padre
eran sagradas, sus actos dignos de imitación y su estilo totalmente venerable.
Lo observaba jugar al ajedrez con
adoración y anhelaba que le leyese alguno de los fragmentos de sus libros
predilectos antes de dormir. Dorian siempre le leía a su hijo libros de culto,
era un verdadero apasionado de la literatura, y le transmitió a Darius aquel
amor incondicional. Darius lo adoraba, y explotaba al máximo cada minuto que
podía pasar junto a él. Era su modelo a seguir, con esa elegancia natural y ese
saber estar casi de libro de protocolo. Dorian era para su hijo el máximo
exponente de conducta. Jamás admiraría a un hombre tanto como a su padre, y con
la muerte del mismo cerraría su corazón a cal y canto, no dejando pasar a
nadie, rechazando cualquier tipo de dolor acarreado por los sentimientos.
Cuando era pequeño, Darius Golden
no entendía por qué debía llevar el apellido de la bruja de su madre en lugar
del de su padre. No entendía que el apellido marcaba la raza del tiburón que
reina en el arrecife, porque por aquella época a él no le interesaba comer, ni
reinar, ni proclamarse vencedor. Tan solo le apetecía jugar al ajedrez mientras
Dorian Hastings le comentaba algún fragmento del último libro que había leído.
Desgraciadamente, junto a Dorian, murió también el nombre Hastings y cualquier
afán de su hijo menor por llegar a ser lo que él alguna vez fue: un hombre
admirable. No por su dinero o por su poder, sino por la humildad que lo
caracterizaba, y que su hijo no supo heredar y convirtió en la más grande de
las soberbias.
He leído las dos entradas de Darius, y que sepas que este hijo de puta me está enamorando. Precisamente me encanta ese hijoputismo que tiene, cómo lo usa a su conveniencia, y la relación con el resto de su familia. Tiene una historia interesante, sin duda.
ResponderEliminar¡Besos!