Los capitenses se le antojan sombríos, son un elemento más
en esa ciudad gris que parece llorar ceniza cada vez que llueve. Desde que
llegó allí, abrazada por un frío que le humedece el pelo reseco tornándolo una
fiera incontrolable arropada por ese mar gélido que ruge tempestades, Matilda
ha percibido siempre a esos transeúntes acelerados —hormigas obreras incapaces de
alterar su rutina—, como seres de otro planeta con rostros reconocibles, más no
familiares. Hay algo en ellos que no identifica como suyo, una barrera
imperceptible que les separa, impidiéndole sentirse del todo en casa. Ya van
tres meses en la ciudad más grande de Edecón y todo sigue igual, la humedad se
mete entre sus costillas, los precios cada vez suben más y ella sigue sin saber
muy bien qué será de su vida. Veintitrés años y nada que hacer excepto cómo su existencia se desvanece paulatinamente en una cafetería abierta las veinticuatro horas.
Son las cuatro y media de la madrugada y Matilda, como
tantas otras veces, se encuentra observando a unos tipos que, forrados de
arriba a abajo con cuero a prueba de grados negativos, esperan, cautelosos,
algún grupo de jóvenes noctámbulos dispuestos a desembolsar lo poco que les
quede en la cartera tras una batalla etílica memorable para comprar algo de
droga. Se acomodan en esa esquina que reclaman como suya y, haga frío o calor,
se mantienen impasibles ante los acontecimientos, arriesgando un par de años en
prisión o una deportación directa al infierno con tal de obtener algo que
llevarse a la boca.
Le gusta su barrio, tiene el encanto silencioso de la clase
baja, calles repletas de historias que permanecerán ocultas porque la lealtad
es la única moneda de cambio que sus vecinos pueden tener en abundancia.
Todavía mira a su alrededor cada dos por tres cuando baja a la calle, y se
asegura de tener las manos sobre las llaves por si acaso, pero ya no tiene
tanto miedo como antes. A todo se acostumbra uno, o eso dicen.
No, no le desagrada para nada su barrio, y menos cuando
tiene un supermercado veinticuatro horas justo abajo de casa, cafetería
incorporada y todo. Allí pasa la mayor parte de sus noches, vagando entre los
pasillos de las conservas o comparando precios de lácteos que no puede consumir
porque es alérgica. Luego, tras admirar las barras de pan ya algo duro tras un
día entero expuesto y apartarse ligeramente cuando se topa con los borrachos de
la Plaza Gareke en la sección de vinos, no sea que se pongan pesados, hace una
parada en la cafetería y se queda ahí una hora, dos, lo que el cuerpo aguante.
Siempre ha sido unas solitaria, pero en una ciudad que parece sobrepasarle sedienta
de almas perdidas socializar le hace sentirse un poco menos desorientada.
Le dijeron a Edward Bloom que había pasado de ser un pez
grande en un estanque pequeño a un pez pequeño en medio del océano. Matilda se
siente así constantemente, y más cuando va nadando a la deriva sin ningún
objetivo fijo. Por eso se deja las noches para pensar, para bajar a un
supermercado y hablar con el chico que siempre hace guardia en la cafetería, un
chaval apenas tres o cuatro años mayor que ella, con ese aire gris y tristón
que siempre tienen los capitalenses y que él luce con la dignidad del que tiene
un talento casi tan grande como la humildad que lo oprime. Ella baja ahí, a
veces a las dos, otras a las cuatro, y espera hasta que los demonios se han
marchado ante la luz de los neones para volver a su cueva solitaria.
Esa noche, mientras los supervivientes se retiran de su
esquina ante las primeras gotas de lluvia helada, Matilda se lleva un trozo de
pizza a la boca sin dejar de observarlos atentamente. Sus rostros oscuros,
bañados por la crueldad de la vida hasta dejarles unos ojos tan vacuos que casi
espantan, se contraen tensos al notar la humedad recorriendo sus mejillas
desprotegidas, avisándoles que ya se ha terminado por hoy.
La muchacha siente el queso caliente derritiéndose en el
interior de su boca. Siempre pide pizza, está segura de que podría comer esa
torta cubierta de queso, tomate y diversos ingredientes durante el resto de su
vida sin cansarse. Y eso que siempre se cansa de todo. Absolutamente de todo.
Antes, siquiera, de que haya podido acostumbrarse a ello.
Hace frío fuera y los cristales se empañan rápidamente, al
tiempo en que la lluvia comienza a murmurar palabras inteligibles que se
escapan por los desagües llevándose la sangre del día que ha muerto hace ya
algunas horas. Matilda solo ha bajado con una chaqueta encima de su pijama, ya
ni siquiera se arregla para su pizza de madrugada. Le quita un champiñón de la
superficie y se lo mete en la boca.
—¿Dónde te has dejado la Tablet?
Rick le habla mientras limpia los depósitos de la máquina de
café. Rick es el chico que siempre le atiende cuando decide volver de sus
carreras por los pasillos repletos de cereales, siempre vestido con ese polo
rojo horripilante que lleva el emblema del supermercado en amarillo, justo en
la parte derecha del pecho. Le tira los tejos, ella lo sabe bien. Se los tira
desde hace un mes aproximadamente, pero no es su tipo. Guapo, sí, y listo
también, pero no le gusta nada. Quizás un poco, pero eso no es suficiente.
Matilda se encoge de hombros y le da otro mordisco a la
pizza. Piensa comprarse otro trozo, es mierda de la buena.
—Cero inspiración.
Rick le llama artista, como si eso tuviese algún tipo de
sentido para ella, solo porque a veces se baja la Tablet y les hace fotografías
a los tipos que ve ahí fuera debatiéndose entre la hipotermia y la cárcel, a
ver qué les alcanza antes. Y luego escribe, sobre ellos, sobre la noche, sobre
los cereales bajos en calorías, las hamburguesas veganas o la vida en sí misma.
Y él la observa, siempre, con la curiosidad del niño descubriendo un nuevo
mundo al que jamás podrá acceder, intentando traspasar unas barreras vetadas
para él. Y se fascina, claro, como solo los enamorados destinados al fracaso
saben hacerlo. Pero hoy Matilda ha decidido que no está de humor, que se ha
levantado gris, como si fuese una capitalesa más. Se pregunta si, pasados unos
años, su rostro adquirirá el color de la ceniza y parezca también un resquicio
melancólico como tantos otros en esa ciudad, buscando una brisa que la
descomponga en mil partículas indistinguibles.
Se acaba el tentempié y le pide otro.
—Y ponme un té, pero que no lleve teína.
Porque de lo contrario no dormirá. Tiene té en casa
realmente, pero le da pereza ponerse a hacerlo. También le ha dado pereza
hacerse la cena. A Matilda, a veces, le pesa incluso la misma idea de seguir
adelante, de esforzarse por llegar a tener una vida monótona y aburrida en una
ciudad que considera deprimente, pero al final siempre cede ante las presiones
sociales y sigue el camino que le han marcado. No queda otra después de todo.
Mira a Rick preparándole el té y piensa si no sería lo mejor
darle una oportunidad. Es alto, y no está mal. Ni muy feo ni muy guapo, pero
tirando a mono. Seguro que no lo hace mal en la cama y, total peor que su
exnovio no puede ser así que tampoco pasaría nada. Y es un buen tío, estudia un
curso por las tardes, trabaja por las noches y duerme por las mañanas. Todo un
trabajador, un ejemplo para la sociedad. Ha conocido a muchos como él: físicos
aceptables, personalidades agradables, vidas admirables e incluso cerebros a la
altura de las circunstancias. Y, sin embargo, no logra sentir nada por ninguno
de ellos. A veces, incluso, hasta se
siente mal. No por los chicos, sino por ella misma.
Cuando contempla sus ojos verdes, enrojecidos por el sueño,
Matilda entiende que decirle cualquier cosa será una pérdida de tiempo porque
se aburrirá de él a la segunda cita, como de costumbre, así que coge el trozo
de pizza que le acaba de dejar justo enfrente y le da un mordisco.
Mira por la ventana, ni rastro de los rebeldes con más
necesidad que causa, la lluvia cada vez es más fuerte y el vaho de las ventanas
apenas deja verla bien. De repente, Matilda siente unas ganas irrefrenables de
beberse una buena copa y salir a la calle para mojarse, sencillamente,
abandonarse a las fuerzas de la naturaleza y que les lleven con ellas.
Se pregunta si los capitalenses parecerán igual de sombríos
cuando el tiempo les acompaña y recuerda, no sin soltar un par de maldiciones,
que mañana tiene una entrevista de trabajo a primera hora y el reloj marca ya
las cinco de la madrugada. Pero el trozo de pizza todavía está a mitad, Rick ha
dejado de acosarla con la mirada y las ganas de una buena copa empiezan a
treparle por la garganta.
Quizás el mar sea demasiado grande para ella, quizás no esté
hecha para la humedad que le cala hasta el tuétano. Puede que sea como esas
gotas de lluvia, que caen solitarias y se dejan arrastrar, sin más, hacia un
destino fatal. O puede que, sencillamente, necesite emborracharse. Pero son las
cinco de la madrugada, llueve, ya no queda nadie que pueda proporcionarle la
aventura de su vida con apenas unas hiervas y algo de maña. Todo se ha
terminado, el día, las ganas y la fe en que algo extraordinario pueda suceder.
Ya no queda nada más, solo ella, el tiempo que le retuerce el alma en una
melancolía muy propia y el aire cenizo y austero de una ciudad que desea
devorarla con sus gigantes de hierro y sus laderas de alquitrán.
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