domingo, 4 de mayo de 2014

Odiar es una palabra muy fuerte. El odio significa el temor a eso que no podemos enfrentar, la irritación máxima de un horrible y desasosegado sentimiento de impotencia, la incertidumbre de aquello que parece poder poseernos porque provoca nuestros instintos más bajos y anula totalmente cualquier rastro de conciencia. Es una de las tantas pasiones del ser humano, quizás la única capaz de equipararse al amor, y tal vez también aquella que tiene el poder de opacarlo. 

Isabella no odia a su hermana, hacerlo sería almacenar demasiada rabia en su interior, y ella es demasiado frágil para eso. Pero la detesta. Detestar a alguien está por debajo de odiarle, aunque la separación es apenas una ínfima línea invisible, de esas un tanto juguetonas que se mueven constantemente para que las traspases sin que te des cuenta. 

Hubo una época en la que no la detestaba. Cuando eran niñas, claro, y sus padres todavía no se habían separado. Isabella cree, en ciertos momentos de lucidez, que quizás la razón principal de su desdén hacia Eleanne sea el hecho de que decidió marcharse con su padre, cometiendo la desfachatez de instigar habladurías por parte de los vecinos y la gente de la alta sociedad, como si no hubieran tenido bastante con algo tan bochornoso como una separación. 

Otras veces, sin embargo, Isabella es un poco más sincera consigo misma y, mientras se peina su largo pelo cobrizo frente al espejo, se ve a sí misma como la sombra de su hermana. Como un experimento  por replicarla que nunca llegó a buen puerto, y que se quedó en esa imitación barata que ve frente al espejo. Un quiero y no puedo que nunca conseguirá ser tan bueno como el original. 

Eleanne siempre ha sido mucho más bella, con diferencia, incluso ha conseguido que esos horribles peinados cortos que llevan ahora todas las mujerzuelas y las marimachos le quede más que decente. Y en cambio ella, Isabella, tiene ese aspecto aniñado y adorable que, aunque atractivo, jamás alcanzará el exotismo etéreo de su hermana. 

Pero no le gusta pensar en eso, cada vez que lo hace le recorre una sensación extraña y siente como la boca de su estómago se contrae, provocando en ella unas imperiosas ganas de romper algo. Y ella no puedo hacer tal cosa, no sería propio de una señorita. 

Eso sí que le consuela, el hecho de ser una señorita. Eleanne puede ser mucho más guapa, pero nunca será una buena dama de sociedad. Nunca lo ha sido, y a juzgar por las cartas que le envía del extranjero jamás lo será. Lo último que supo de ella es que había decidido estudiar. ¿Estudiar, para qué? Una mujer no necesita estudiar, una mujer debe aprender los valores que en el futuro la ayudarán a ser una buena esposa y a criar como es debido a los niños. Su padre siempre decía que Eleanne era muy inteligente, pero Isabella ha sabido desde que eran muy pequeñas que terminaría siendo una solterona. Nadie quiere a una mujer que hable de los mismos temas que un hombre, eso es inadmisible. 

Ir a la universidad, menuda tontería. Eleanne le ha dicho más de una vez que pretende abocarse en algo tan descabellado como buscar un trabajo una vez termine sus estudios, otra prueba más de que su hermana mayor nunca se casará, las mujeres no trabajan y si trabajan es porque no tienen marido. 

Siempre que piensa esas cosas se siente mucho mejor. Porque Eleanne puede ser mucho más guapa que ella, pero al final terminará marchitándose entre tanto corte de pelo a lo garçon y esos horribles trajes que casi parecen de hombre y que se estilan ahora tanto en el extranjero. Se consumirá en un trabajo que no la abocará más que a una soltería infeliz y jamás podrá tener una familia porque en lugar de buscar hombre todavía sigue obsesionada con los libros aun teniendo ya veintiún años. 

Mientras tanto, Isabella puede estar bien orgullosa de sí misma. Ha aprendido todo lo que necesita saber del hogar gracias a su querida madre, y tiene una vida social de lo mas ajetreada desde que se apuntó a la Asociación de Jóvenes Futuras Damas, en la que su libro de recetas caseras ha aumentado considerablemente las páginas y sus bordados han alcanzado un nivel casi profesional. Además, en uno de los bailes realizados en la asociación, Isabella conoció hace poco más de un año al hombre de sus sueños, que para colmo también es el hombre de los sueños de media ciudad, y no hace mucho que se prometieron. 

Oh, Eric es el hombre más apuesto del mundo. Todas sus compañeras de la asociación la envidian, y no sólo porque sea un joven realmente guapo y con muy buena planta, ni tampoco porque su padre sea nada más y nada menos que el alcalde. La envidian, ante todo, porque Eric es un auténtico caballero, y la trata como una verdadera princesa. Es perfecto, y ella está ansiosa por casarse con él y comenzar una familia junto a su futuro esposo. 

Una vez se case y tenga su primer hijo, Isabella sabe que habrá cumplido su sueño, algo que Eleanne jamás logrará. Lleva cuatro años sin ver a su hermana, y lo único que lamenta de la boda es tener que recibirla de nuevo en la ciudad, todos están más tranquilos sin ella. Y sin su padre también, para que engañarse. 

Odiar es una palabra muy fuerte, un término demasiado brusco y no especialmente decoroso. Isabella tiene mucha clase para odiar a su hermana mayor, y una vida tan extraordinaria que tampoco puede envidiarla, pese a que Eleanne sea más alta, más guapa y considerablemente más inteligente que ella. Pero da igual, Isabella tampoco puede guardarle rencor. Porque cuando ese odioso sentimiento se apodera de ella frente al espejo o al contemplar algún retrato de su padre, que siempre prefirió a la primera de sus hijas y nunca se molestó en ocultarlo, Isabella recuerda todo lo que ella tiene. Se dice a sí misma que puede no ser mas bella que su hermana, pero se casará con el hombre más guapo de la ciudad. Se dice que quizás no tenga su cerebro, pero no lo necesita porque a las mujeres que saben demasiado nunca las quiere nadie. Y tampoco le molestan sus logros en la universidad, porque ella pronto tendrá una casa preciosa en las afueras de la ciudad y habrá alcanzado su mayor meta en la vida. 

No, odiar no es la palabra, lo suyo es detestarla. Porque uno puede detestar de muchas maneras y por muchas razones. Isabella detesta a su hermana porque es una vergüenza para la sociedad, porque siempre se empeñaba en opinar de todo y en saber sobre cualquier cosa. Porque su padre la dejaba sentarse en sus rodillas mientras los hombres hablaban y se quedaban fascinados con sus ocurrencias. Porque vestía con pantalones, y para colmo tenía la poca vergüenza de humillar a jóvenes tan importantes como Ludovica Cipriano o Catherine Welsh con sus discursos mordaces. La detesta por su ingenio, ese que sorprendía al mismísimo profesor Hodgins. La detesta por entender los libros de Kant y desdeñar los de Jane Austen, por comprender a su padre y no a su madre. La detesta porque nunca le importó lo que nadie pensara de ella. 

La detesta porque en el fondo sabe que Eleanne llegará a conseguir cualquier cosa que se proponga, porque tiene la ambición necesaria para marcarse grandes objetivos y coraje de sobra para cumplirlos. 

Isabella detesta a su hermana porque sabe que si tuviera una pizca de valor y algo de astucia  podría haber llegado a ser tan libre como ella. 

1 comentario:

  1. Transmite muchísimos mensajes en muy pocas palabras. Me ha gustado mucho.

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