jueves, 28 de noviembre de 2013

A Joel le dolía la cabeza, y no sólo por la apremiante jaqueca que sufría durante los cambios climatológicos drásticos, sino por el barullo que se estaba armando en el despacho de monseñor Lorenzo. Comenzaba a sentirse harto de protagonizar todas las disputas que tenían lugar en aquel centro del demonio, y su extensible paciencia estaba acortándose cada vez con mayor velocidad.
Como era costumbre, él se encontraba sentado en la silla de madera estilo Luís XVI que había justo delante del escritorio del padre Lorenzo, mientras este se mecía en su sillón rotatorio de un lado a otro, dejando vagar su mirada entre aquellos que se encontraban a la derecha de Joel y los que se situaban a la izquierda.

En el primer grupo, encabezando a la oposición, el padre Diego y la insoportable Cristina Sandoval le dirigían al muchacho miradas de lo más hostiles y desagradables. A la izquierda, como una ironía macabra, Luís y Sofía se mantenían firmes en su defensa, apoyando a Joel a capa y espada, uniendo sus fuerzas contra el enemigo.

Joel sabía que todo aquello no era más que una riña personal entre ellos cuatro. Una excusa para combatir los fantasmas que todavía existían entre ellos, y que los acosaban con recuerdos de rivalidades pasadas y enfados sin resolver. Y eso era algo que le ponía de los nervios. Si querían discutir que lo hiciesen abiertamente, pero que no lo utilizasen a él como detonante para poder dar rienda suelta a sus impulsos vengativos. Porque mientras ambos bandos llevaban a cabo su particular guerra civil, él se encontraba en medio del fuego cruzado pagando los platos rotos de otros.

Yo respondo por él aseguró Sofía, llevándose una de sus finas y elegantes manos hacia el pecho. Los costes del cristal los pagaré yo, no te preocupes.

Y esa era otra, él ni siquiera había roto esa ventana. No, qué va, todo era obra del grupo de Cía, esa pandilla de impresentables que se empeñaban en hacerle la vida imposible y lo cargaban a él con todos sus destrozos para ver hasta dónde era capaz de llegar antes de explotar. Pero claro, Cristina y Diego tenían demasiadas ganas de hincarle el diente como para escuchar su versión de los acontecimientos, y no dudaban en señalarlo con el dedo a la primera de cambio.

Y ellos eran los más cristianos, supuestamente. Los que lanzaban un millón de piedras sin pensar en sus propios pecados. Los que crucificaban por puros prejuicios. Los que hablaban de una ley que ellos mismos violaban con cada pensamiento negativo que asediaba sus mentes pervertidas por la envidia y el rencor.

Cuando Sofía habló, Cristina le dedicó una mirada despectiva, ocultando tras sus ojos verdes cargados por el diablo una oleada de desdén que emergió por sus pupilas conformando al tiempo una mueca hecha por sus labios.

Cómo no bufó, cruzándose de brazos y mirando al padre Lorenzo fingiendo consternación. Abandonado en la calle por a saber qué mujerzuela y luego protegido por otra desvergonzada. ¿Cómo no va a comportarse como lo hace, monseñor? Ya lo dice la Biblia; No hay árbol bueno que pueda dar fruto malo, ni árbol malo que pueda dar fruto bueno. Si tantos árboles malos sustentan a este niño, luego no podemos pedir milagros al Señor.

Sofía le devolvió el insulto con una caída de ojos que destilaba superioridad por cada uno de sus gestos. Ella no necesitaba hablar, no veía existencial rebajarse tanto como una tipa tan vulgar y resentida como aquella. Sofía era demasiado digna, demasiado inteligente y demasiado hermosa para ello. Y su sola presencia lo dejaba claro. Y era esa misma presencia la única a la que se acogía para dar con un canto en los dientes a Cristina.

Pero Joel no lo veía de la misma forma. Joel no iba a consentir que aquella frígida amargada le insultase de aquella forma. Ella no sabía nada de sus padres. No tenía ni idea de todo lo que él había tenido que vivir y no iba a dejar que una beata de tres al cuarto con más pecados de pensamiento que pelos en la cabeza se inmiscuyese en sus asuntos, y menos para herirlo. Como tampoco permitiría que agrediese a Sofía tan gratuitamente para respaldar sus falacias.

Apretó los dientes, la miró de soslayo y se defendió con las mismas armas:

No juzguéis a otros para que Dios no os juzgue a vosotros. Pues entonces Dios os juzgará de la misma forma en que vosotros juzgasteis a los otros. Evangelio según San Mateo, capítulo siete, versículos uno y dos.

Cristina se quedó totalmente muda ante aquel alarde de erudición religiosa, y su estupefacción fue tal que Sofía y Luís tuvieron que reprimir un par de carcajadas al verla. Joel, por su parte, ladeó una media sonrisa de satisfacción.

No sabía que estabas tan puesto en temas religiosos escuchó comentar a la cansada y ralentizada voz de monseñor Lorenzo.

Joel se volteó para mirarle y encogió sus hombros.

Bueno, he estado leyendo respondió. Y tengo buena memoria. La Biblia es un libro bastante interesante, podrían hacer una película muy chula si quisieran. Yo pondría a Antonio Resines como el rey Melchor, creo que le pegaría que te cagas.

¡Y usted se atreve a defenderlo! acusó Cristina a Lorenzo, indignadísima. Se ríe de nuestras creencias y habla con toda la soberbia del mundo, y usted todavía lo defiende. Debería darle vergüenza.

Deja que yo valore mis faltas, Cristina la reprendió, y aprende a meterte estrictamente en los asuntos que están bajo tu autoridad. Mis decisiones, lamentablemente, no entran en ese campo.

Lo que está claro terció Diego, con aquella voz tan fría que hasta parecía un susurro, es que el muchacho es un problema enorme. Es indisciplinado, irresponsable, arrogante, maleducado y desvergonzado. Además, no tiene ningún tipo de respeto por el centro y sus ideales, y por lo que veo tampoco por su mobiliario.

Lo único que te pasa con el niño es que le has cogido manía replicó Sofía de forma acusadora. ¿Podrías madurar un poco? Ya tienes una edad, no sé si te das cuenta.

¿Me hablas tú de edades? inquirió el sacerdote, alzando las cejas. Te recuerdo que eres tú la que vive su vida como si el mundo fuese Sodoma y Gomorra y alardea de ello delante de los adolescentes.

Ya empezaban otra vez. Parecía un maldito partido de tenis. En el momento en que alguno tiraba la pelota al campo del otro comenzaban a darle y a darle y se enfrascaban en una disputa que podía durar horas fácilmente. Siempre igual. Si no eran Cristina y Sofía eran Diego y Luís, o Sofía y Diego, o cualquier combinación. Daba lo mismo. Suponían dos facciones opuestas que no dudaban en explotar la una contra la otra siempre que podían.

Harto ya de aquello, Joel se levantó de la silla bruscamente y miró primero a su izquierda y luego a la derecha. Después le dirigió una mirada al frente para posar sus ojos azules en los pardos de monseñor Lorenzo.

¿Puedo retirarme? preguntó. Preferiría hablar contigo cuando los republicanos y los nacionales dejen el Ebro.

Aquella referencia le arrancó una sonrisa al director del centro, que asintió comprensivo.
Ve, hijo. Luego hablaremos.

¿Es que va a dejar que se vaya? preguntó Cristina, su voz se había aflautado por el enfado. ¡Rompe una ventana y usted deja que se vaya! Admiro mucho su amor hacia las causas perdidas, monseñor, pero opino que se está usted excediendo. No creo que deba recordarle que ahora mismo tiene usted a un jefe de estudios que en sus tiempos mozos quemó una chaqueta en el vestuario de los hombres.

Cristina no seas así la cortó Luís con frialdad, tu chaqueta era horrible. Las retinas de media ciudad me agradecieron silenciosamente que les hiciese aquel favor.

¡Y encima te choteas! Serás…

Por lo menos él es sincero con lo que dice la interrumpió Joel, que estaba a punto de salir por la puerta del despacho.

El muchacho captó la atención de todos los presentes, y mientras presionaba el pomo suspiró con resignación, alzó la vista y sonrió con la satisfacción de que sale ganador de una contienda.

¿Sabes? Siempre me ha resultado curioso que los más beatos, sois también los que menos conocéis la Biblia y los que más os pasáis por el forro las enseñanzas de Cristo y antes de que Cristina pudiese estallar, Joel se le adelantó: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian, bendecid a quienes os maldicen, orad por quienes os insultan. Si alguien os pega en una mejilla, ofrecedle también la otra. Evangelio según san Lucas. Capítulo seis, versículos del veintisiete al veintinueve.


Y sin añadir nada más, Joel salió de aquel despacho, dejando a Cristina Sandoval con muchos más pecados en forma de pensamientos demoníacos de los que nadie en aquella estancia podía llegar a imaginar. 

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