A Joel le dolía la cabeza, y no sólo por la apremiante
jaqueca que sufría durante los cambios climatológicos drásticos, sino por el
barullo que se estaba armando en el despacho de monseñor Lorenzo. Comenzaba a
sentirse harto de protagonizar todas las disputas que tenían lugar en aquel
centro del demonio, y su extensible paciencia estaba acortándose cada vez con
mayor velocidad.
Como era costumbre, él se encontraba sentado en la silla de
madera estilo Luís XVI que había justo delante del escritorio del padre
Lorenzo, mientras este se mecía en su sillón rotatorio de un lado a otro,
dejando vagar su mirada entre aquellos que se encontraban a la derecha de Joel
y los que se situaban a la izquierda.
En el primer grupo, encabezando a la oposición, el padre
Diego y la insoportable Cristina Sandoval le dirigían al muchacho miradas de lo
más hostiles y desagradables. A la izquierda, como una ironía macabra, Luís y
Sofía se mantenían firmes en su defensa, apoyando a Joel a capa y espada,
uniendo sus fuerzas contra el enemigo.
Joel sabía que todo aquello no era más que una riña personal
entre ellos cuatro. Una excusa para combatir los fantasmas que todavía existían
entre ellos, y que los acosaban con recuerdos de rivalidades pasadas y enfados
sin resolver. Y eso era algo que le ponía de los nervios. Si querían discutir
que lo hiciesen abiertamente, pero que no lo utilizasen a él como detonante
para poder dar rienda suelta a sus impulsos vengativos. Porque mientras ambos
bandos llevaban a cabo su particular guerra civil, él se encontraba en medio
del fuego cruzado pagando los platos rotos de otros.
—Yo respondo por él —aseguró Sofía,
llevándose una de sus finas y elegantes manos hacia el pecho—.
Los costes del cristal los pagaré yo, no te preocupes.
Y esa era otra, él ni siquiera había roto esa ventana. No,
qué va, todo era obra del grupo de Cía, esa pandilla de impresentables que se
empeñaban en hacerle la vida imposible y lo cargaban a él con todos sus
destrozos para ver hasta dónde era capaz de llegar antes de explotar. Pero
claro, Cristina y Diego tenían demasiadas ganas de hincarle el diente como para
escuchar su versión de los acontecimientos, y no dudaban en señalarlo con el
dedo a la primera de cambio.
Y ellos eran los más cristianos, supuestamente. Los que
lanzaban un millón de piedras sin pensar en sus propios pecados. Los que
crucificaban por puros prejuicios. Los que hablaban de una ley que ellos mismos
violaban con cada pensamiento negativo que asediaba sus mentes pervertidas por
la envidia y el rencor.
Cuando Sofía habló, Cristina le dedicó una mirada
despectiva, ocultando tras sus ojos verdes cargados por el diablo una oleada de
desdén que emergió por sus pupilas conformando al tiempo una mueca hecha por
sus labios.
—Cómo no —bufó, cruzándose de brazos y
mirando al padre Lorenzo fingiendo consternación—. Abandonado en la calle por a
saber qué mujerzuela y luego protegido por otra desvergonzada. ¿Cómo no va a
comportarse como lo hace, monseñor? Ya lo dice la Biblia; No hay árbol bueno
que pueda dar fruto malo, ni árbol malo que pueda dar fruto bueno. Si
tantos árboles malos sustentan a este niño, luego no podemos pedir milagros al
Señor.
Sofía le devolvió el insulto con una caída de ojos que
destilaba superioridad por cada uno de sus gestos. Ella no necesitaba hablar,
no veía existencial rebajarse tanto como una tipa tan vulgar y resentida como
aquella. Sofía era demasiado digna, demasiado inteligente y demasiado hermosa
para ello. Y su sola presencia lo dejaba claro. Y era esa misma presencia la
única a la que se acogía para dar con un canto en los dientes a Cristina.
Pero Joel no lo veía de la misma forma. Joel no iba a
consentir que aquella frígida amargada le insultase de aquella forma. Ella no
sabía nada de sus padres. No tenía ni idea de todo lo que él había tenido que
vivir y no iba a dejar que una beata de tres al cuarto con más pecados de
pensamiento que pelos en la cabeza se inmiscuyese en sus asuntos, y menos para
herirlo. Como tampoco permitiría que agrediese a Sofía tan gratuitamente para
respaldar sus falacias.
Apretó los dientes, la miró de soslayo y se defendió con las
mismas armas:
—No juzguéis a otros para que Dios no os
juzgue a vosotros. Pues entonces Dios os juzgará de la misma forma en que
vosotros juzgasteis a los otros. Evangelio según San Mateo, capítulo siete,
versículos uno y dos.
Cristina se quedó totalmente muda ante aquel alarde de erudición
religiosa, y su estupefacción fue tal que Sofía y Luís tuvieron que reprimir un
par de carcajadas al verla. Joel, por su parte, ladeó una media sonrisa de
satisfacción.
—No sabía que estabas tan puesto en temas
religiosos —escuchó comentar a la cansada y ralentizada
voz de monseñor Lorenzo.
Joel se volteó para mirarle y encogió sus hombros.
—Bueno, he estado leyendo —respondió—.
Y tengo buena memoria. La Biblia es un libro bastante interesante, podrían
hacer una película muy chula si quisieran. Yo pondría a Antonio Resines como el
rey Melchor, creo que le pegaría que te cagas.
—¡Y usted se atreve a defenderlo! —acusó
Cristina a Lorenzo, indignadísima—. Se ríe de nuestras creencias y
habla con toda la soberbia del mundo, y usted todavía lo defiende. Debería
darle vergüenza.
—Deja que yo valore mis faltas, Cristina —la
reprendió—, y aprende a meterte estrictamente en los
asuntos que están bajo tu autoridad. Mis decisiones, lamentablemente, no entran
en ese campo.
—Lo que está claro —terció Diego,
con aquella voz tan fría que hasta parecía un susurro—, es que el
muchacho es un problema enorme. Es indisciplinado, irresponsable, arrogante,
maleducado y desvergonzado. Además, no tiene ningún tipo de respeto por el
centro y sus ideales, y por lo que veo tampoco por su mobiliario.
—Lo único que te pasa con el niño es que le has
cogido manía —replicó Sofía de forma acusadora—.
¿Podrías madurar un poco? Ya tienes una edad, no sé si te das cuenta.
—¿Me hablas tú de edades? —inquirió
el sacerdote, alzando las cejas—. Te recuerdo que eres tú la que
vive su vida como si el mundo fuese Sodoma y Gomorra y alardea de ello delante
de los adolescentes.
Ya empezaban otra vez. Parecía un maldito partido de tenis.
En el momento en que alguno tiraba la pelota al campo del otro comenzaban a
darle y a darle y se enfrascaban en una disputa que podía durar horas
fácilmente. Siempre igual. Si no eran Cristina y Sofía eran Diego y Luís, o
Sofía y Diego, o cualquier combinación. Daba lo mismo. Suponían dos facciones
opuestas que no dudaban en explotar la una contra la otra siempre que podían.
Harto ya de aquello, Joel se levantó de la silla bruscamente
y miró primero a su izquierda y luego a la derecha. Después le dirigió una
mirada al frente para posar sus ojos azules en los pardos de monseñor Lorenzo.
—¿Puedo retirarme? —preguntó—.
Preferiría hablar contigo cuando los republicanos y los nacionales dejen el
Ebro.
Aquella referencia le arrancó una sonrisa al director del
centro, que asintió comprensivo.
—Ve, hijo. Luego hablaremos.
—¿Es que va a dejar que se vaya? —preguntó
Cristina, su voz se había aflautado por el enfado—. ¡Rompe una ventana y usted
deja que se vaya! Admiro mucho su amor hacia las causas perdidas, monseñor,
pero opino que se está usted excediendo. No creo que deba recordarle que ahora
mismo tiene usted a un jefe de estudios que en sus tiempos mozos quemó una
chaqueta en el vestuario de los hombres.
—Cristina no seas así —la cortó
Luís con frialdad—, tu chaqueta era horrible. Las retinas de
media ciudad me agradecieron silenciosamente que les hiciese aquel favor.
—¡Y encima te choteas! Serás…
—Por lo menos él es sincero con lo que dice —la
interrumpió Joel, que estaba a punto de salir por la puerta del despacho.
El muchacho captó la atención de todos los presentes, y
mientras presionaba el pomo suspiró con resignación, alzó la vista y sonrió con
la satisfacción de que sale ganador de una contienda.
—¿Sabes? Siempre me ha resultado curioso que
los más beatos, sois también los que menos conocéis la Biblia y los que más os
pasáis por el forro las enseñanzas de Cristo —y antes de que Cristina pudiese
estallar, Joel se le adelantó—: Amad a vuestros enemigos,
haced el bien a quienes os odian, bendecid a quienes os maldicen, orad por
quienes os insultan. Si alguien os pega en una mejilla, ofrecedle
también la otra. Evangelio según san Lucas. Capítulo seis, versículos del
veintisiete al veintinueve.
Y sin añadir nada más, Joel salió de aquel despacho, dejando
a Cristina Sandoval con muchos más pecados en forma de pensamientos demoníacos
de los que nadie en aquella estancia podía llegar a imaginar.
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