Sofía decía que el mundo no se mueve por amor, sino por
dinero y sexo. Que todo eso de que nosotros nacemos del amor es una patraña, lo
que realmente nos hace es el sexo. La lujuria, la necesidad de posesión hacia
otra persona. La avaricia, la gula de orgasmos y la envidia de placer. El sexo
nos crea y el dinero nos permite vivir, ese era su dogma vida.
—Con dinero puedes hacer cualquier cosa —decía,
mientras se llevaba uno de aquellos cigarrillos italianos larguísimos y
finísimos a la boca—. No hay nada que no se pueda comprar con
dinero. Si tienes dinero, tienes el poder de hacer y deshacer a tu antojo todo
lo que quieras.
Joel pensó, desde el momento en que la vio por primera vez,
que Sofía era una de esas mujeres capaces de comerse el mundo con tan sólo
abrir la boca. Poseía un aire majestuoso y etéreo, y tenía la presencia de una
verdadera reina. Con aquella mirada azul tan penetrante, siempre al acecho tras
un muro de indiferencia pintado en sus orbes, y su vehemencia a la hora de
hablar, Sofía imponía respeto allá adónde iba, y si alguien le alzaba la voz
ella sacaba su talón de cheques y los hacía callar a todos.
Sofía tenía tanto dinero que hasta un rey hubiese tenido que postrarse ante ella
si así lo hubiera querido, y su astucia y poca vergüenza eran tales, que no se
detenía ante ningún obstáculo y si no podía sortearlos pagaba a una demoledora
para que los destruyese.
—Pero el dinero no compra el amor o el cariño, esas
cosas Sof. Tampoco tienes por qué ser tan radical —contestaba Luís, con aquellos ojos soñadores de
aventurero que conservaba desde su adolescencia, esa en la que él y Sofía
corrían aventuras locas los viernes y vivían resacas horribles los sábados. Aquella en la que ambos todavía eran demasiado
inocentes y aunque los intuían, jamás habían sentido en sus propias carnes la
crudeza de un mundo injusto por naturaleza.
Ella lo miraba con un aire maternal, como si se compadeciese
de lo inocente que podía llegar a ser su amigo. Y acercaba sus labios carnosos,
hermosos y apetecibles a la boquilla del cigarro para aspirar nuevamente con
lentitud. Y alargaba aquel cuello hermoso que tenía para realizar un acto capaz
de excitar a cualquier hombre que no la conociese lo suficiente y tuviese ojos
en la cara. Porque Sofía no sólo tenía el dinero de su parte, sino que todo en
ella incitaba al sexo de forma instantánea.
Sofía era esa fruta prohibida que todos quieren catar, capaz
de corromper al más fuerte de los hombres con tan solo un mordisco y de
expulsar del paraíso de la calma a todo aquel que se atreviese a probarla.
Y cuando terminaba de aspirar el humo y lo dejaba escapar con una parsimonia pasmosa
por entre sus labios, miraba a Luís y sonreía con cinismo.
—El amor se acaba y hay gente que tiene cariño
hasta por las ratas. El dinero es la base de la felicidad y el sexo la
estructura, y sólo con eso tienes asegurado el éxito.
Y entonces entraba Joel, con sus dieciséis años repletos de
historias y penurias, con las heridas de guerra que no habían logrado vencerlo
ni hacer de él un ser desalmado, y la miraba con aquella curiosidad maliciosa
que siempre tenía. Con sus ojos azules chispeantes y una sonrisa de pillo que
le daba un aire infantil pero carente de inocencia.
—Pero todos los edificios tienen cosas dentro
de ellos.
Y Sofía sonreía al verle, con sus dientes tan perfectos y esa expresión que la
hacía todavía más arrebatadoramente hermosa de lo que ya era de por sí. Lo
observaba con un ápice de ternura materna, chasqueaba la lengua y agitaba la
cabeza.
—Pero todo lo que hay en ellos se compra con
dinero.
Contestaba. Y volvía a sonreír nuevamente, dejando escapar
alguna que otra carcajada acompañada de humo, una cortina de nicotina que
escondía un sinfín de malas experiencias y desilusiones en la vida. Una
cantidad de secretos que nadie aparte de ella conocía, y que celaría con su
propia vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario