jueves, 14 de febrero de 2013

La primera gota se deslizó sin advertir de ello, como suelen suceder las cosas importantes o los acontecimientos de gran trascendencia. La gota tocó tierra y explotó en centenares de gotitas más pequeñas todavía, como una bomba que estalla y salpica a todos los que se implicaron en su construcción fatal. La primavera se dejó entrever cuando el hielo comenzó a derretirse y el agua inundó las calles, evaporándose con los primeros rayos que anunciaban el mediodía. Aquel había sido uno de los inviernos más fríos que se recordaban en la ciudad, ni siquiera los hombres y las mujeres más ancianos hallaban en su memoria un frío mayor a lo largo de sus historias. Se habían helado hasta las maderas que configuraban los establos de las caballerizas Walden, y todos sabían que la finca de aquella poderosa familia era la mejor cuidada de todo el condado. Incluso tuvieron que suspender las clases en el colegio y el instituto por culpa de la nieve. Las temperaturas mínimas habían llegado a los veinte grados bajo cero, y las máximas no superaban los números negativos. Había sido un invierno largo, frío y desolador y al fin, aquella minúscula gota, abría paso a un clima más cálido rebosante de vida y energía.  

 Con la misma rapidez con la que llegó el viento que congeló la ciudad entera, el hielo abandonó sus calles y los brotes verdosos comenzaron a destripar la tierra, brotando hasta en las grietas de cemento que cubría las calles. Las aceras volvieron a llenarse de transeúntes desorientados que caminaban de acá para allá, siempre demasiado ocupados o con una prisa excesiva; los coches se deshicieron de sus cadenas y  las tiendas se despojaron del todo de sus decoraciones invernales y adquirieron el colorido típico de la época primaveral. Parecía como si todos hubiesen estado invernando durante el invierno, sumidos en un profundo letargo que mantenía a la ciudad taciturna y moribunda, y ahora habían despertado todos, de repente, armando un escándalo de nuevos y diversos olores y tiñéndolo todo de un aura multicolorida. 

Todo excepto la gran finca Walden que, como siempre, conservaba su aspecto lúgubre y frío, hiciera viento, lluvia, nieve o sol.  Pero aquel año fue distinto, eso comenzó a decir la señora Coocks, y más tarde muchos de los ciudadanos de aquella pequeña ciudad. La finca de los Walden tenía una expresión distinta, nadie sabía decir qué era lo que la hacía diferente, pero tenía algo. Era un algo, observó el doctor Foster, que no se veía desde hacía más de una década, y que todos habían olvidado por completo. Al igual que años atrás, ninguno de los habitantes de la ciudad supo decir qué era exáctamente lo que le había pasado a la casa Walden para estar distinta, pero todos podían percibirlo. 
Era más que una realidad, era una sensación que todos albergaban.  Nadie se acordaba entonces de que aquellas mismas palabras habían salido de su boca dieciséis años atrás, cuando la finca Walden cambió sin que nadie pudiese ver pero sí sentir sus diferencia. Nadie se acordaba de sus palabras, ni sabía decir qué le pasaba a la casa. Como nadie ve más allá de sus narices cuando una gota cae al suelo y se rompe en mil pedazos, como un cristal que se resquebraja o una bomba que estalla llevándose a todo lo que hay a su alrededor por delante. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario